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La desigualdad social es el problema más importante para la mayoría de los gobiernos en el mundo. Junto a los riesgos medioambientales y el denominado invierno demográfico la pobreza sigue siendo un problema estructural en el que en ocasiones se avanza y en otras se retrocede. No se ha logrado una acción consistente que venza la pobreza de forma clara, sin lugar a dudas. Existen diversos indicadores para medir la pobreza, conocer el porcentaje de la población que la sufre y, dependiendo de la métrica, los resultados varían.
Lo que sí está claro son dos cuestiones: i) que se trata de un problema presente, que afecta a grandes núcleos de población y ii) que en los últimos años habiéndose creado la mayor cantidad de riqueza acumulada en la historia de la humanidad, dicha riqueza se ha concentrado en porcentajes pequeños de la sociedad. La pregunta obligada entonces es ¿cuáles son las causas de la pobreza?, porque si no tenemos respuesta a esta pregunta es imposible atacar el problema. No se puede remediar el problema sin un diagnóstico acertado.
En ese sentido hay dos ideas que aparecen poco en el discurso público sobre la pobreza y la desigualdad que merecen ser tomadas en cuenta, sobre todo porque suponen un enfoque de fondo distinto. La primera idea tiene que ver con la visión del hombre como Homo oeconomicus adoptada desde el siglo XVIII.
La visión de un hombre racional, egocéntrico que solo piensa en maximizar su beneficio individual, dejando de lado los demás aspectos de persona humana: su solidaridad, su cultura, su espiritualidad. En su conocida obra Ego, las trampas del juego capitalista, Frank Schirrmacher comenta “(…) Es un homínido, un ser parecido al humano (…) No nació monstruo, sino Homo oeconomicus, una hipótesis del ser humano para simular al ser humano (…)”.
La construcción del sistema económico y político basado en esta idea del hombre egoísta —sin cultura profunda— distorsiona la escala de valor: el interés individual tiende siempre a la concentración de riqueza, lo que genera la desigualdad social denunciada por Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI. Por ello, cualquier herramienta de combate a la pobreza que parta de dicho supuesto antropológico está condenada al fracaso en el largo plazo.
La segunda idea tiene que ver con la convicción de que la desigualdad social y la pobreza son problemas de naturaleza estrictamente económica. Los análisis basados en esta convicción son reduccionistas, ya que desconocen que en el fondo la pobreza es un modo de vivir y de entender la realidad. Lo que se desconoce en el fondo es que se trata de un problema cultural en el que la cosmovisión juega un elemento toral: la escala de valores, el modo en que se percibe la dignidad, el valor de las personas y su trascendencia.
No se trata de un problema de educación entendida como instrucción, como conocimientos técnicos, ya que aun teniéndolos de forma robusta —si fuera el caso, desde luego deseable— no se transforma la persona, centro del desarrollo social.
Una realidad de la que somos poco conscientes es que el patrimonio cultural se ha desecado: valores como la dignidad, la vivencia de las virtudes como modo de perfeccionamiento cada vez son más ausentes. Por ello pensamos que el remedio de fondo a la pobreza es de orden cultural.
Rector de la Universidad Panamericana-IPADE