López Obrador insistió en su fiesta del 1 de julio en que hemos entrado ya en un nuevo régimen. Desde luego se busca sustituir al neoliberalismo por lo que llaman Cuarta Transformación y que incluye algunos aspectos del desarrollo estabilizador de los años sesentas y setentas. Pero se habla también de un cambio de régimen político, no sólo económico. Por régimen político normalmente se entiende el conjunto de reglas escritas y no escritas que regulan tanto el acceso como el ejercicio del poder.

Ante lo cual cabe preguntar: ¿Con antiguo régimen se refieren al mismo que surgió después de la Revolución de 1910? Ahí apareció la hegemonía partidista y el presidencialismo imperial. Ese régimen se fue desgastando, y tras los comicios de 1988 dio paso gradual a un nuevo régimen, multipartidista, electoralmente competitivo y con mayores contrapesos al Ejecutivo. Como consecuencia de ello el PRI perdió las mayorías absolutas en el Congreso y varios estados. El poder presidencial se redujo y se redistribuyó en distintos actores. Hubo nuevos contrapesos de creciente eficacia.

Ese régimen gestado a partir de 1988 ya era democrático, si bien incipiente, inacabado e imperfecto como lo son todas las democracias al principio, pero claramente distinto del hegemonismo priísta. Esos cambios dieron paso a la primera alternancia pacífica de nuestra historia en el año 2000. Y más tarde, la de 2018, con una opción económica distinta. Cierto es que quedó pendiente uno de los elementos esenciales de la democracia; el fin de la impunidad y el combate serio y eficaz a la corrupción. Fox abdicó pronto de esa promesa, y los gobiernos siguientes tampoco hicieron nada sustancial al respecto.

En cambio, se mantuvo un pacto de impunidad entre partidos. La corrupción, lejos de desaparecer, se democratizó. López Obrador ha ofrecido como eje fundamental de su proyecto erradicar ese problema. Pero si dicho esfuerzo fuese exitoso, estaríamos más bien ante la profundización de la democracia en esa asignatura pendiente, más que ante un nuevo régimen. Es decir, se fortalecería el régimen plural y competitivo que se construyó entre 1988 y el 2000. Por lo cual, no sería en sentido estricto un cambio de régimen político sino su continuación y profundización. Pero si se insiste en que estamos en un cambio de régimen político, la pregunta sería, ¿hacia cuál vamos ahora?

Hay indicios de que se podría intentar el retorno a lo que había antes de la democratización; un partido dominante o cuasihegemónico, frente a una oposición débil y testimonial; superdelegados estatales y estructuras clientelares que darán una base corporativo-electoral al partido oficial; una reconcentración del poder en la Presidencia y un predominio abrumador del partido oficial en los gobiernos estatales; mayorías calificadas en el Congreso (o cercanas) y la merma o desaparición de algunas instituciones autónomas producto también de la democratización de las últimas décadas. En tal caso sí estaríamos ante un cambio de régimen, pero más parecido al que hubo entre 1940 y 1988.

Habrá que analizar las reglas y procedimientos, más que la mera retórica, para determinar si estaremos profundizando la democracia iniciada en 1989 o bien retornamos a lo que había antes de esa fecha, de lo cual hay ya algunos indicios. La destrucción, debilitamiento o subordinación de las instituciones al poder Ejecutivo y su partido, nos llevaría a una situación inversa de la que se registró en 1929; ahí pasamos formalmente de un país de caudillos a otro de instituciones. Ahora, 90 años después, iríamos en sentido contrario; de un país de instituciones (perfectibles sin duda) a un poder personalizado, un nuevo caudillismo.

Profesor afiliado del CIDE. @JACrespo1

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