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Ha pedido José Antonio Meade a sus nuevos correligionarios “luchar hasta la muerte”. Algo que podría convertirse en una profecía autocumplida. No será la primera vez que el PRI pierda la Presidencia (como en 2000) ni que su candidato quede en tercer lugar (como en 2006), pero todo indica que ésta será su peor debacle. Meade muy probablemente obtendrá una votación menor a la de Roberto Madrazo. Y los cálculos a nivel de diputados (elaborados por Mitofsky) apuntan que obtendrá alrededor de 72 curules como máximo (podrían ser menos), cuando en 2006 consiguió 106. Si acaso podrá ganar una de las nueve gubernaturas en disputa. Tras esta elección quedaría con alrededor de 12 gubernaturas. ¿Las retendrá cuando toque su renovación? Difícilmente. El desprestigio acumulado por su larga historia y el desempeño del actual sexenio podrían constituir su lápida. En tales condiciones, y ante un probable triunfo de Morena, ahora sí podría darse un desplome monumental del PRI.
Al perder la presidencia en 2000, el PRI mantuvo el grueso de gubernaturas y también una mayoría (relativa) en ambas cámaras legislativas. Había con qué sostenerse. Su mayor reto era tomar las grandes decisiones partidarias ya sin la línea presidencial. Habiendo nacido como un partido de Estado, desde arriba, jamás había necesitado tomar decisiones horizontalmente (entre varios grupos y líderes), sino siempre verticalmente. El nombramiento de la dirigencia del partido en 2001 casi provocó su quiebre, pero resistió. La autodesignación de Roberto Madrazo como candidato presidencial para 2006 generó nuevas fracturas que lo llevaron al tercer lugar, pero el PRI aguantó. Después logró congregarse y cerrar filas en torno al gobernador del Estado de México. La decepción con los gobiernos del PAN y las reservas que todavía prevalecían hacia López Obrador en 2012 le brindaron una nueva oportunidad al PRI, que desperdició a más no poder. Lejos de demostrar el cambio y enmienda que pregonaba, llegó a la Presidencia a resarcirse de lo que no pudo robar en los doce años que pasó en la oposición. Varios de sus gobernadores aprovecharon la ocasión para devastar a sus estados (el sexenio de Hidalgo). La factura que ahora le cobra la ciudadanía no consistirá sólo en quitarle el gobierno, sino quizá darle un puntillazo.
Si ante las derrots del 2000 y el 2006 el PRI no se desmoronó se debió también a que el partido ganador, el PAN, no tenía la intención de incorporarlo en sus filas, ni la estructura para ello. Sería un contrasentido histórico. Se conformó con extenderle un pacto de impunidad y buscar una alianza para llevar a cabo reformas estructurales (que no se lograron). En cambio, con Morena en el poder las cosas pueden ser muy distintas. La poca fuerza y presencia que tendrá ahora el PRI se combinará con la abierta invitación que probablemente le extenderá Morena para integrarse en su seno. Ya ha mostrado ese partido la disposición a ello (a diferencia del PAN en su momento). Además, tiene genes corporativos como los del viejo PRI (su abuelo), y como lo demostró el PRD, sobre todo en la capital. Si en el cálculo de los priístas (cuadros, militantes y líderes corporativos), la posibilidad de un retorno al poder se viera muy lejana y acaso imposible, los incentivos para arriar la bandera del priísmo e izar la del morenismo, serán muy fuertes. Eso no implica la desaparición del PRI ni su pérdida de registro (por lo pronto), pero quedaría como un cascarón, igual que le ocurrió en la capital (y como sucederá con el PRD a nivel nacional). Difícil y lenta, si no imposible, será su recuperación. De tal modo que Morena, con su política de “puertas abiertas”, podría levantarse como un nuevo partido dominante sobre los restos del PRI (y alimentado por políticos de varios otros partidos, incluido el PAN). Habrá que verlo.
Investigador afiliado del CIDE.
@JACrespo1