En las democracias el peor de los mundos es cuando se combinan, al mismo tiempo, elecciones caras, sea por un alto financiamiento a los partidos políticos o por la compra de voluntades electorales, con poca participación ciudadana y una mala representación política, como producto de un sistema de partidos que tiende a fragmentar y polarizar el voto popular.

En otras palabras, mucho dinero no resuelve los déficits de confianza ciudadana, ni la falta de legitimidad de quien gana una elección con 30% de los votos, y peor para quien sea elegido como titular del Poder Ejecutivo federal, no contar con los instrumentos ni las figuras institucionales apropiadas para gobernar con diligencia y eficacia, ante la posibilidad de tener un gobierno dividido con un Congreso atomizado.

A la respuesta de que el gobierno de coalición es la solución, respondo que no necesariamente y que, al contrario, puede crear un sistema de chantajes institucionalizado más que de colaboración, en caso de no reformar algunas de las leyes del sistema electoral que tenemos al día de hoy. Por disposición de ley, esta posible reforma tendrá que esperar hasta después de la elección del próximo año.

Con relación al alto costo de la política electoral, es el Congreso de la Unión quien tiene la última palabra para impulsar cambios. Pero materialmente es una decisión que pasa por los partidos en su conjunto. Me pregunto si tendrán la voluntad para impulsar estos necesarios cambios a la ley electoral, cuando está de por medio el agotamiento de los recursos con los que subsisten los partidos menores. Los partidos mayoritarios no deberían de tener preocupación alguna, porque no tendrían afectaciones serias en su organización, dado que cuentan con bases electorales fuertes y presencia en todo el país.

Aun cuando hay cerca de quince iniciativas de ley para reducir el costo de la política, la propuesta que presentó el diputado independiente Kumamoto parece ser bastante atractiva, para que el financiamiento de los partidos políticos esté sustentado en votos, más que en la generosidad de una formula soportada en la Constitución.

Este posible cambio no sólo reduciría lo oneroso de las elecciones, además impulsaría la creación de un sistema de partidos con presencia nacional, evitando con ello la proliferación de partidos que son franquicias familiares o de algunos socios que no buscan ganar elecciones en la realidad, sino los negocios que se derivan de un mercado que ronda en los cien mil millones de pesos para una elección presidencial, según el cálculo del doctor Luis Carlos Ugalde, lo cual incluye gastos registrados y no registrados.

Lo mejor es que se podría contrarrestar el poder de chantaje del que hacen uso los partidos pequeños para inclinar votaciones. Esto es muy bueno para la representación, pero también para la funcionalidad de nuestra democracia, que cada proceso electoral sigue incrementando su costo, en buena medida porque hay que mantener a partidos que no representan nada ni a nadie, salvo intereses muy alejados de lo público.

La reducción de los costos de las campañas se podría complementar con una mejor fiscalización de los posibles gastos no registrados. Entiendo que éste es uno de los grandes problemas de nuestras elecciones, al ser los candidatos presas de la usura electoral de grupos que están dispuestos a invertir en un prospecto de gobierno, más que en un partido, para recibir con creces la inversión realizada en futuros contratos.

La pluralidad ha traído elecciones mucho más competidas, pero también mucho más caras. Ha llegado el momento para que se impulsen las nuevas reglas en donde sean las ideas, las propuestas y la ética pública los elementos que nos permitan decidir sobre el sentido de nuestro voto, más que la mercadotecnia y el dinero.

Académico en la UNAM

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