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La semana pasada presenté el ensayo de Serge Besancon, “La Iglesia, esposa y madre en la crisis de los sacerdotes perversos” (Commentaire,165, 2019). Compara la conducta de la Iglesia, frente a la pedofilia, a la de la madre frente al incesto cometido por su esposo. Negación de la realidad, secretismo para evitar el escándalo, renuncia a su papel de madre y esposa. Es una patología que responde a la patología del pedófilo. Algo que no facilita la solución de la crisis y explica, pienso yo, que sea interminable.
Si la Iglesia es un cuerpo enfermo, ¿cuál es el diagnóstico que permita idear una terapia? No parece que la gran consulta convocada por el Papa Francisco haya descubierto algo útil. Un caso de pedofilia eclesiástica concierne a tres personas, la víctima, generalmente ocultada cuando no olvidada o acusada, el sacerdote agresor en su papel de “padre” perverso, y la Iglesia que es supuestamente la madre de los cristianos, de la víctima y del agresor. Históricamente, ha manifestado más preocupación por el agresor que por la víctima. ¿Solidaridad de un gremio clerical que encuentra, en sus filas, perversos hasta entre los cardenales, en la cúpula máxima? Son los cardenales que eligen al Papa…
Hasta hace poco, la Iglesia, cuando reconocía la culpabilidad del perverso, lo desplazaba geográficamente, lo mandaba a otra parroquia, o más lejos, a otra diócesis, otro país, otro continente, de España a Chile, por ejemplo. Muchas veces, sin avisar del motivo de la mutación. Equivale, equivalía, porque espero que ya no lo haga, a mandar a un pirómano al bosque. Está comprobado que la gran mayoría de los perversos no resiste a la pulsión y repite el acto sobre nuevas víctimas. En el mejor de los casos, cuando los que reciben al sacerdote en su nueva afectación conocen su expediente, lo alejan de los niños. Menos mal. Pero la víctima queda olvidada y, finalmente, el crimen no recibe su castigo, y la Iglesia queda manchada, paralizada por su miedo al escándalo, por lo tanto, cómplice. Un desastre.
Así como, raras veces, la madre denuncia a la justicia el incesto cometido por su esposo; raras veces, mejor dicho, nunca, la Iglesia ha confiado a la justicia civil a sus sacerdotes perversos. Parece que las cosas empiezan a cambiar y que el Papa ha aceptado que este crimen revela tanto del poder judicial del Estado, como de la justicia eclesiástica. Por cierto, en el Catecismo de la Iglesia Católica, en gran parte inspirado por el cardenal Ratzinger, el que puso fin a la inmunidad de Marcial Maciel, antes de ser Benedicto XVI, hay un artículo 2389 sobre el incesto que reza así: “se puede relacionar al incesto los abusos sexuales perpetrados por los adultos sobre los niños o los adolescentes confiados a su guardia” (2388) y remite al artículo 2285, sobre el escándalo hecho a los pequeños. Debo este interesantísimo dato a Serge Besancon.
Ahora bien, sin disponer de estadísticas fiables —puede que las haya para ciertas diócesis estadounidenses, irlandesas, australianas, no he tenido tiempo de buscarlas— sabemos que la gran mayoría de víctimas de los “padres” pedófilos son niños. Eso aleja al pedófilo eclesiástico del siglo XX y XXI de la pedofilia laica que afecta por parejo a niñas y niños. En cuanto a los incestos en el seno de las familias, las víctimas son principalmente las niñas. ¿Qué pensar de tales diferencias? No hay que confundir pedofilia y homosexualidad y Besancon propone hablar de “homo-pedofilia o pederastia, para emplear una palabra en desuso que señala la relación de maestro a alumno”.
¿Qué hacer? La Iglesia protegió a sus hijos perversos, los sacerdotes, no solamente por solidaridad gremial, si bien no se puede olvidar la existencia de una “mafia pedófila” en su seno; los protegió por miedo. Ahora que el escándalo no puede ser más grande, debe enfrentarse a sí misma, debe entregar a los culpables a la Justicia, debe cesar de aceptar el “daño hecho a estos pequeños”, debe examinar seriamente sus posiciones doctrinales sobre el sexo y la continencia, el celibato sacerdotal, el matrimonio y el divorcio.
Historiador