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Cada vez se discute más sobre la desigualdad en todo el mundo. A diferencia de lo que ocurría hace tan solo unas décadas, hoy el tema es abordado por académicos, organismos internacionales y políticos de distinto signo. Sin embargo, no es lo mismo hablar desde una fría y cómoda distancia, que politizar el tema.
Politizar las desigualdades significa debatirlas sin subterfugios, ponerles nombre y apellido; generar una movilización social y política para contrarrestarlas. Implica llevar la discusión más allá de la esfera de ciertos círculos cerrados para convertirla en un tema de todos.
Politizar las desigualdades obliga a cuestionar las razones de que algunos grupos tengan más ventajas que otros. Que los de arriba puedan razonar sobre las implicaciones concretas de vivir en una sociedad donde, en vez de premiarse el talento, la productividad o el esfuerzo, se enaltecen los vínculos familiares, los compadrazgos, el origen social o el color de piel. Implica también que los de abajo se hagan más conscientes de que su condición no es un hecho natural o inevitable.
El discurso en contra de eso que llaman “polarización” en el fondo encierra un rechazo y una fobia a politizar las desigualdades. En el llamado a “no dividir” que hoy formulan varias plumas conservadoras disfrazadas de moderadas yace un profundo temor a revelar políticamente todo aquello que nos divide material y socialmente; una intención por mantener todo eso fuera de la discusión pública; un evidente miedo a que los grupos sociales desfavorecidos se asuman como un sujeto colectivo, que se empoderen.
La comentocracia mayoritaria que maquila estos discursos insiste en que hay un líder, un movimiento y un grupo de intelectuales afines que buscan “dividir a los mexicanos”. Se engañan porque esa división, y esa polarización frente a la cual se dicen tan preocupados, ha estado por años entre nosotros. Está directamente asociada a nuestra desigualdad, ese “tatuaje histórico que nos marca”, como bien escribió Tomás Eloy Martínez.
Aunque al conservadurismo le indigne de que se divida a los mexicanos entre pueblo y señoritingos, hacerlo tiene una utilidad discursiva: sirve para generar identificaciones políticas, para delimitar los campos de una disputa de un conflicto inevitable si se trata de cambiar una realidad tan desigual.
Cada vez son más las voces que reclaman —e incluso se victimizan— porque les llaman “fifís”. No deja de extrañar que el empleo de esa terminología los lleve a conformar una cruzada de unidad nacional anti polarización, cuando por años les hemos escuchado en público y privado hablar en contra de los “nacos”, los “ñeros”, la “chacha” o el “godín”.
En el colmo del absurdo, algunos se dicen sujetos de discriminación. Tal vez desconocen que hace muchos años quedó zanjado el debate sobre la “discriminación al revés”. Que si el integrante de un grupo en desventaja niega un derecho a alguien que pertenece a un grupo históricamente aventajado no está ejerciendo discriminación. Será otra cosa, quizás un sentimiento de frustración y resentimiento.
Los alegatos de discriminación inversa han estado históricamente basados en un deseo de mantener el status quo. No es extraño que incluso encuestas recientes elaboradas en EU muestran que, entre la población blanca, los votantes de Donald Trump son quienes más tienden a señalar que son más sujetos de discriminación que cualquier otro grupo social. Son blancos que se creen víctimas de una desigualdad de trato inexistente.
Cabría preguntarse si esto no emparenta a los trumpistas con esos mexicanos que hoy hacen un auténtico melodrama porque les llaman fifís. Cuánto despropósito si recordamos que el término, según la RAE, no significa otra cosa que una “persona presumida que se ocupa de seguir las modas”.
Investigador del Instituto Mora.
@HernanGomezB