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La justicia. Tremenda palabreja he escogido para cabecear este texto, queridos lectores. Evoca toda suerte de ideas y sentimientos nobles, puros. Nuestros ideales están fundados en la idea misma de la justicia, sea esta divina o humana. El objetivo final de una sociedad, de un gobierno, es proporcionarla, decía James Madison. Y ya sea que uno atienda a los fundadores estadounidenses o a los revolucionarios franceses, a las Sagradas Escrituras o a los teóricos marxistas, la búsqueda es siempre la de ese mismo y escurridizo objetivo.
Cada sistema le da su propia interpretación, su propio enfoque. Unos creen en la justicia como igualdad de oportunidades en abstracto (cada quien tiene derecho a la educación, por decir algo) otros trabajan para que la igualdad de oportunidades se traduzca en un punto de partida parejo. Las democracias liberales priorizan las libertades, mientras que los sistemas socialistas dicen preferir la justicia social por encima de cualquier otra cosa.
Entre sus muchas contradicciones, el nacionalismo revolucionario mexicano (es decir el PRI y sus antecesores, en sus setenta años ininterrumpidos en el poder) buscó un fraseo que lo incluyera todo, el lema de “Democracia y Justicia Social”. Sobra decir que no se logró ni lo uno ni lo otro y así más parecía una broma cruel que una meta a alcanzar.
No todo es ni democracia ni igualdad ni avance social. Para muchos, el concepto de justicia se traduce a uno de legalidad, de Estado de Derecho, pues. Un país con justicia es uno en el que las leyes son justas, se cumplen y a los infractores se les castiga. En ese cumplimiento de las leyes está un pilar fundamental de cualquier nación exitosa: un Estado que garantiza ese nivel de justicia es uno que le otorga a sus ciudadanos la protección y el cobijo que no dependen de la voluntad personal de un tirano ni del poder del más fuerte. Para prosperar, para poder brindar libertades individuales y colectivas o mejores niveles de vida y oportunidades para el progreso, ese componente de la justicia y la legalidad es indispensable.
Pero a 197 años de que consumó su independencia, México no ha llegado a ser un país justo. No lo es por sus dolorosos problemas de pobreza, desigualdad y marginación. No lo es porque sus indígenas, sus mujeres, sus jóvenes, sus ancianos viven un escalón (o varios) por debajo de lo que les debería corresponder. No lo es por la violencia criminal que lo azota. Pero sobre todas las cosas, México no es un país justo porque sus sucesivos gobernantes, sus empresarios, sus élites, sus grandes glorias, han fracasado a la hora buena: la de construir una nación, una sociedad, de leyes.
Lo fácil sería culpar a los gobiernos, a los políticos, a nuestra historia. Tienen culpa y mucha, pero una nación no alcanza nuestros niveles de deterioro social solamente por culpa de esos factores. Aquí todos somos corresponsables: el policía corrupto y el automovilista corruptor. La autoridad burocrática y el empresario dispuesto a tomar atajos. El maestro barco y el alumno que copia. El patrón que hace como que paga y el empleado que hace como que trabaja.
Los ejemplos los tenemos a la vista, son decenas, cientos, miles. Son los tráileres de la muerte y las morgues saturadas. Los cuerpos policiacos penetrados por el crimen organizado y todos los que se hacen de la vista gorda. Las complicidades, las culpas, las causas y razones, todas se entremezclan y nos arrojan en la cara como resultado el revoltijo en el que nos ha tocado vivir y el que tan poco hacemos para cambiar de fondo.
La impunidad lo subyace todo: mientras no existan consecuencias todo seguirá igual. Y nosotros como ciudadanos, como sociedad, tenemos en nuestras manos el más poderoso de los látigos, el del castigo social: la denuncia, la condena, la exclusión de los tramposos. Tal vez a nosotros nos tengan más miedo.
Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac