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Escribo estas líneas, queridos lectores, en pleno día de Navidad, 25 de diciembre. Debería ser momento de reflexión, de introspección, dedicado a aquellos que son los mejores e insuperables valores de la cultura judeo-cristiana: la generosidad, el amor al prójimo, la hospitalidad, la tolerancia, las puertas abiertas a los peregrinos, el apego a la verdad, el perdón…
Pero lamentablemente, justo en estas fechas que se prestan a pensar en todo eso que nos hace mejores personas, un trágico acontecimiento puso al descubierto las mayores miserias humanas: la mezquindad, la mentira, la manipulación, el odio, el rencor…
La muerte en un terrible percance aéreo de la gobernadora de Puebla, Martha Erika Alonso, y su esposo el senador Rafael Moreno Valle, nos puso a todos con los pelos de punta. Primero, por la muerte de dos figuras políticas relevantes, en plena actividad, con alcance nacional, con salud y edad para ser actores en las siguientes dos décadas cuando menos.
Segundo porque, más allá de coincidencias o discrepancias, eran dos personajes que tenían trato y relación cordial y respetuoso (en lo individual o como mancuerna) con representantes de todas las fuerzas relevantes de la política mexicana. Una recién inaugurada en la gubernatura de uno de los estados más prósperos del país, el otro líder de la fracción del Senado del principal partido de oposición, eran jugadores de primera línea.
Tercero, porque una tragedia como esta siempre nos hace cobrar conciencia de la fragilidad y la vulnerabilidad que como seres vivos nos es inherente. Nos recuerda que somos mortales, que ni el éxito ni la juventud ni el poder le brindan protección al que es tan humano como cualquiera, sin importar sus características y cualidades o defectos.
En cuarto lugar, la fecha y el momento, la circunstancia. La primera, aunque irrelevante, es altamente simbólica: la Nochebuena, la víspera de la Navidad, que identificamos con momentos de alegría y gozo, no de luto. El momento y la circunstancia, los de un país tenso, polarizado, crispado, con una sociedad siempre dispuesta a creer lo peor, tal vez porque se ha cansado de comprobar a lo largo de generaciones que en México todo puede pasar, hasta lo que no pasa.
En ese ambiente, en ese entorno de confrontación y encono (generados no por uno o dos o tres individuos, sino por nuestras clases política y empresarial, por representantes de la sociedad civil y los medios que a ello han —hemos— contribuido) fue que el lamentable, trágico incidente se prestó de inmediato a toda suerte de especulaciones y rumores.
Es normal que así suceda ante acontecimientos tan inesperados y chocantes, pero lo que no es ni normal ni aceptable fue la manera en que los más variopintos individuos e intereses se dieron a la tarea vil y cobarde de sembrar rumores, inventar historias, festinar, culpar, de regar excremento (y discúlpenme, queridos, por usar esa palabra en este día, pero no hay otra que mejor describa) en las redes sociales, en los medios a los que tuvieron —que les dieron— acceso.
Son demasiados para nombrar, por lo que resulta más sencillo mencionar a aquellos garbanzos de a libra que tuvieron la decencia, la entereza, de no caer en el macabro juego de la siembra de versiones, del esparcimiento de venenos.
Destaco entre ellos a tres, y lo hago no solo por quienes son y han sido, sino también por lo que representan: La elegancia y la sobriedad de Enrique Peña Nieto en su pésame. La honestidad y valentía de Felipe Calderón Hinojosa en recordar los momentos similarmente trágicos que vivió como presidente. La correcta formalidad de Andrés Manuel López Obrador en sus condolencias personales y reacción institucional ante la tragedia.
Muchos otros mexicanos sacaron la casta, lo mejor de sí. Pero algunos (y sabemos quiénes son, cómo se llaman, qué escribieron o dijeron) sólo dejaron constancia del cobre que llevan en donde deberían tener el corazón y el alma.
Así esta Navidad mexicana.
Analista político y comunicador.