Estamos, queridos lectores, a cosa de 108 días del momento culminante de la jornada electoral 2018. Tres meses y medio que sólo de imaginarlos parecen eternos: spots, propaganda abierta y encubierta, discursos, ataques, críticas y réplicas, noticias falsas, rumores. Rollos y más rollos.

Pero eso no es lo peor. Y es que más allá de los medios de comunicación, de las redes sociales o las nefastas cadenas de WhatsApp, cada vez penetra más esta idea del “ellos contra nosotros”, en que aunque no está plenamente definido quienes son “ellos” y quienes “nosotros“, sí está muy claro que los de allá son malos y los de acá somos buenos. De que todos los (ponga usted aquí priístas o pejistas o panistas o anayistas o lo que guste) son, a escoger, corruptos, zánganos, pillos, cómplices, mafiosos, mochos, revoltosos o cualquier otro calificativo que se le ocurra.

Las redes y la instantaneidad de las comunicaciones han contribuido sin duda a exacerbar todo lo anterior. Lo que apenas hace unos años se platicaba en corto o en grupos pequeños hoy se difunde indiscriminadamente. Las mentiras y los rumores abundan, amplificados por la distancia que otorgan ya la frialdad de pantalla y teclado o la comodidad cobarde del anonimato. Y eso sin contar a las legiones automatizadas (o pagadas a destajo) de bots, troles y demás linduras que pululan en la red.

No me asustan ni las fake news ni el proselitismo o la propaganda. No me alejo de discusiones airadas o debates intensos, pero sí veo con preocupación esta tendencia cada vez mayor a descalificar no a los argumentos, sino a las personas. Puede uno estar o no de acuerdo con tal o cual partido o candidato, pero de ahí a considerar que todos sus adeptos son indignos hay un largo trecho, uno que no debemos transitar.

Yo tengo amigos muy queridos, personas a las que respeto, que se alinean a todo lo ancho del horizonte político/ideológico. Derecha, izquierda o centro; creyentes, ateos y agnósticos; liberales o estatistas; modernizadores o tradicionalistas. No los separo ni por sus creencias ni por sus posiciones, sino por sus principios, por su ética personal, familiar, profesional. Por su compromiso con su entorno: con su barrio, con su comunidad y su país.

Y me perdonarán quienes opinen distinto, pero yo ya estoy grandecito como para tragarme los cuentos maniqueos de los absolutamente buenos o malos, de lo negro y lo blanco, los corruptos y los impolutos. Y los invito a ustedes a recordar que en cada partido, detrás de cada candidato o personaje público, hay gente convencida, personas de bien que creen en ese proyecto, en esa alternativa.

Por supuesto que abundan corruptos, oportunistas, individuos que sólo ven por su interés o por privilegios de grupo o de camarilla. Pero los hay en todos lados, de todos colores y sabores. Nadie es dueño ni de la verdad, ni de la razón ni de la moral absoluta. Nadie tiene tampoco el monopolio de la corrupción o la impunidad.

Los tiempos electorales son densos e intensos. Cuando afloran las diferencias sale a relucir lo peor de cada quien. Al no poder ganar con argumentos recurrimos a la ofensa, al ataque personal, al insulto. Y olvidamos que una vez pasadas las votaciones volveremos a encontrarnos, ya sin esas barreras de por medio.

Estamos a poco más de 100 días de un acontecimiento que pasará, como pasa todo lo que es temporal. No permitamos que una elección nos cambie, que altere nuestros cariños, nuestros afectos. Mucho menos que cambie nuestros principios.

Antes de enviar ese mensaje hiriente, de replicar ese tuit insultante, esa falacia descabellada, recuerden que tras el 1 de julio la vida regresa a su cauce, todos volvemos a ser los mismos de antes.

Que nuestros actos y nuestros dichos hoy no hagan imposible reencontrarnos el 2 de julio, el día después.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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