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El pasado domingo, mientras seguía yo en las noticias el desarrollo de la farsa electoral orquestada por Nicolás Maduro, me preguntaba cómo es que Venezuela llegó hasta este punto.
Una nación que se preciaba de ser de las más prósperas de América Latina, de las más democráticas (según su propia narrativa), se derrumbó y ha ido cavando una fosa cada vez más profunda de la que se ve casi imposible salir.
Un retroceso democrático e institucional sin paralelo en la región. Una crisis económica y de abasto que afecta prácticamente a todos los sectores de la sociedad. Violencia, criminalidad y crispación crecientes. En resumen, descomposición por donde se le vea, con un liderazgo decadente, el de Maduro, que ni siquiera le llega a los talones a quien lo inventó, el mítico Hugo Chávez.
Viene al caso Venezuela no sólo por la coyuntura de la elección, sino porque a muchos en México les ha dado por revivir aquella idea, tan en boga en 2006, de que uno de los candidatos a la Presidencia nos llevaría, supongo que un poco como en esas máquinas del tiempo de programas de TV de los 1980, a convertirnos en Venezuela. Quienes propagan la idea son los mismos de hace doce años, algunos de quienes le hacen eco son otros.
Nada de malo veo en las campañas negativas, que buscan resaltar los defectos de uno u otro candidato o partido. Pueden ser útiles a la sociedad y a los votantes en tanto que alerten sobre un episodio nefasto o un secreto perverso guardado en secreto, o subrayen equis o ye propuestas políticas de alguno de los contendientes. El electorado tiene derecho a saber quienes son y de qué están hechos los candidatos.
Pero si se va uno a poner a hacer analogías o paralelismos, conviene siempre revisar la historia, reciente y no tanto. Venezuela era más una democracia en apariencia, con alternancia simbólica entre partidos muy similares y exclusión de amplios sectores de la población.
Hugo Chávez era a su vez un oficial de medio pelo y mínimo prestigio en el ejército venezolano cuando encabezó un intento de golpe de Estado contra el entonces presidente Carlos Andrés Pérez. Pero unos años después Chávez se postuló y ganó, a la buena, las elecciones presidenciales de 1998. En 2000 ganó un segundo mandato, que ampliaba su período a seis años, y al poco tiempo, en 2002, un sector del gran empresariado orquestó una asonada que durante 48 horas tuvo a Chávez primero prófugo y luego preso, hasta que las multitudinarias manifestaciones obligaron a los golpistas a recular. Y ahí, muy probablemente, se escribió el capítulo que faltaba para justificar o darle pretexto a Chávez y sus afanes autoritarios.
Es pura especulación el “hubiera”, pero no me queda duda de la lección que nos deja ese episodio: no se puede defender a la democracia desde un acto ilegal, anti democrático. La democracia solo se defiende con y por demócratas.
Vive México momentos de enorme crispación. Amigos, colegas y familiares distanciados, enemistados. Personas normalmente racionales e inteligentes llamando a la cerrazón, la exclusión, al desprecio por quienes piensan y opinan diferente, por quienes tienen una preferencia política distinta.
Es momento de que todos recordemos que no hay mejor defensa ante la ilegalidad que la obediencia a la ley, ni mejor promoción de la democracia que a través de las urnas, los votos, la ética y la transparencia.
Si esas ganan, ganamos todos. De otra manera, la derrota puede ser mayúscula. Y aquí, más allá de resultados, está de por medio la enseñanza y el legado para futuras generaciones y para todos nosotros.
Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos