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Como enviados por un rayo del Olimpo aparecieron Napoleón Gómez Urrutia y Elba Esther Gordillo. En coincidencia temporal, se producen el reblandecimiento de las acusaciones contra Javier Duarte y las disposiciones de una jueza que impiden perseguir al ex director de Pemex implicado en la trama Odebrecht. El caso César Duarte se ha hecho cada vez más raro en la prensa. Con esos dos pájaros de cuenta, suman 22 gobernadores con acusaciones o expedientes abiertos, más los que se acumulen en las próximas semanas de este interregno. La impunidad se asoma en todos estos ejemplos, y, por desgracia, son unos pocos entre miles.
Han pasado décadas de discusión sobre los cambios al sistema de justicia; reformas constitucionales y legales van y vienen. La conclusión del público es que no ha habido cambio significativo y palpable en la voluntad política y en la capacidad institucional para que la justicia llegue a la gente ordinaria y se inhiban el crimen y la corrupción, se castigue a los culpables y se repararen los daños ocasionados a las víctimas.
A esa impunidad se suma otra, igualmente lamentable, que es la práctica de la persecución a los enemigos políticos. Con todas las reservas del caso, si el señor Gómez Urrutia y la señora Elba Esther Gordillo son inocentes, ¿cómo fue que la PGR los persiguió sin fundamento jurídico? ¿Acaso la Procuraduría integra los expedientes con el propósito de que los acusados puedan ser liberados cuando ya no conviene políticamente mantener activos los procesos? ¿Son los jueces y magistrados tan corruptos que sentencian libertad teniendo pruebas de la culpabilidad? En cualquier hipótesis la justicia está en bancarrota irreversible. Policías, Ministerios Públicos, jueces y magistrados carecen de credibilidad alguna. Gozan de cabal desprestigio, y la sociedad está indefensa ante el crimen, así venga del poder político o de criminales organizados. Mientras tanto, las Fiscalías General y Anticorrupción están arteramente detenidas por motivos políticos, lo que hace cómplices a los obstructores.
Esta lamentable realidad se suma al panorama dantesco de las violaciones a los derechos humanos. El país está ensangrentado por autoridades cuya obligación primordial es proteger los derechos humanos como lo dispone el artículo primero constitucional: “Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos…”. Lejos de disminuir, las violaciones aumentan, como también lo hacen los delitos de “orden común”. Las cárceles están llenas de personas, generalmente pobres, acusadas de delitos no graves; de jóvenes arrestados por fumar marihuana en la calle, de mujeres y hombres que han delinquido por asuntos menores. Los capos del crimen organizado, en cambio, pagan abogados especializados en defender a criminales, corrompen y amedrentan a fiscales y jueces, y salen por la puerta giratoria para continuar sus actividades ilícitas con absoluta naturalidad. Los que reciben la atención de las autoridades de Estados Unidos son deportados a veces, pero ahí paramos de contar.
El nuevo gobierno, casi en puertas, tiene frente a sí un desafío gigantesco, que implica reconstruir el Ministerio Público, cumpliendo con la creación de las Fiscalías General de la Nación y Anticorrupción, reconstruyendo el Sistema Nacional de Seguridad y la coordinación de los órdenes de gobierno en el plano de combate al crimen. Tiene también el deber de ofrecer una política creíble de protección de los derechos humanos. Y para todas las tareas cuenta con muy poco tiempo. Las expectativas mayoritarias exigen resultados palpables en el corto plazo. Nadie está dispuesto a esperar. Para la agredida y ofendida ciudadanía sería prudente ofrecer un panorama claro y cierto de las medidas que implementará el gobierno a partir de que inicie la cuenta regresiva, el 1 de diciembre. Y una señal de buena fe podría darse si las bancadas mayoritarias se pronuncian inequívocamente y sin demagogia sobre estos graves problemas.
Académico de la UNAM. @pacovaldesu