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Hace tres semanas la mayor preocupación de Silvino Cubesare era la vaca que le robaron en su rancho. Sí, allá en la Sierra Tarahumara. En Huisuchil, Batopilas, Chihuahua. Ahora, su preocupación está centrada en si le habrán dado asiento de ventana o pasillo en el vuelo que lo llevará a Francia para participar este 26 de mayo en la carrera mundial conocida como “Ultimate Race Marseille 2017”, donde recorrerá 64 kilómetros en busca del triunfo.
Silvino correrá hoy en Marsella en esa competencia internacional junto con otros tres ultramaratonistas indígenas de “pies ligeros” —en 135 kilómetros—, ellos son: Arnulfo Químare, Ignacio Estrada y Miguel Lara.
Desde que Silvino empezó a correr en competencias, hace casi 20 años, se las arregla para combinar su vida como agricultor y como atleta profesional. Una le da de comer y con la otra puede pagarles la educación a sus seis hijos.
Los premios que ha recibido también le han dejado compensaciones económicas que van de 25 mil a 40 mil pesos, con los que ha podido hacer que algunos periodos de su cotidianidad y la de su familia sean de mayor holgura.
Cuando Silvino recibió la llamada que le avisaba que el gobierno municipal de Guachochi le iba a pagar los gastos para correr en Francia este mes, no tenía ni cinco días de haber llegado a su rancho de otra competencia.
Apresuró el paso con la siembra de maíz, dejó a las vacas libres, “ellas ya saben qué hacer”, y tomó camino a Guachochi para ver a sus hijos, quienes estudian ahí la primaria y la secundaria. Pasó dos noches con ellos y salió hacia Chihuahua para luego tomar un avión que lo trajo a la Ciudad de México, donde el lunes esperó unas horas para iniciar el largo viaje a Europa.
“Creo que me paso más tiempo fuera que en Guachochi o en el rancho, no estoy más de una semana. Ya no soy de Guachochi o de Huisuchil, soy de todos lados”. En 2015, el corredor protagonista del libro Nacidos para correr, de Christpher McDougall, corrió, además rutas tradicionales como las de Urique y Guachochi, en Japón y España; en la primera no terminó y, en la segunda, ganó.
Competir para ganar y... para comer
Para ir a Francia tuvo que rechazar una invitación para correr 100 millas en Chile. Regresando de Europa tiene tres carreras más que le pueden dejar la mejor paga del año: Coahuila, Taxco y la Sinforosa. “Ahorita viajo por mis chavalos, por la escuela. Algunas carreras nos dan apoyo económico por participar. Por eso voy. También me gusta competir para ganar. Pero ahora es por ellos. Para la escuela, la comida”.
Con 39 años, dice que dejará de correr hasta que ya no le den las piernas. Quizá en dos o tres años. “Ya estoy cansado, por los viajes. De correr no tanto, pero son muchas horas de vuelo. Ya quiero dedicarme a la casa, a la agricultura. Me cansa ir sentado muchas horas. Si en carro de Guachochi a Chihuahua son 4 horas... En avión está más angostito. No puedes estirar bien”.
La primera vez que viajó fue en 2005, a Austria. Cuenta que cuando ya por fin bajó del avión y puso pie en suelo europeo lo hizo con las piernas dormidas e hinchadas. Estuvo alrededor de un mes y participó en tres carreras, en una obtuvo el segundo lugar. Su cuerpo tampoco reaccionó bien la primera vez que dejó las sandalias para correr y usó tenis. “Era incómodo, me apretaba por todos lados. Se me cayeron la uñas”.
Un rarámuri promedio revisa la cosecha, sus animales, come tortillas, salsa, frijoles y corre una o dos veces al año, mientras que Silvino viaja a Europa, come pescado crudo en Japón, pasa horas en transportarse a otros estados y le pagan por ir a ultramaratones.
Mientras un representante lo maneja y un promotor le asesora en la ruta para llegar al Aeropuerto Internacional de la CDMX, Silvino —sentado en el asiento de atrás de uno de los millones de autos de la capital— saca su celular y dibuja una “S” en la pantalla para desbloquearlo. En segundos abre su Facebook y comienza a deslizar las noticas arrastrando el pulgar de la mano derecha. Sólo levanta la cara si alguno de los chistes que comentan las otras dos personas le parece gracioso. Cierra Facebook. Guarda el teléfono y baja del auto.
Camina jalando detrás de él una maleta con llantas sobre el piso de la terminal 1 del aeropuerto capitalino. Vestido con tagora [taparrabo], camisa color verde limón, un pañuelo azul amarrado en el cuello y huaraches, es interceptado en su recorrido por personas con todo tipo de acentos: “¿Eres tarahumara?”. “¿Vas a correr?”. “Yo una vez le di asilo a un rarámuri, se apellidaba Bustillos de Ciénega de Norogachi, ¿la conoces?”. “Mucha suerte”. Aparece una persona que se acerca y le habla en rarámuri. Silvino lo mira y le responde en español.
El corredor tiene uno de los mejores tiempos en el ultramaratón de Guachochi, 100 kilómetros en ocho horas y 40 minutos. Dice que en buen ritmo puede hacer 10 kilómetros en media hora. Que cuando llega a la meta trata de pasar rápido para no dar entrevistas o que le tomen fotos, pero algunas veces no tiene éxito.
Su plan de correr para que sus hijos reciban una mejor educación parece estar funcionando. Dos de ellos ya rebasaron su nivel de educación escolar, que llegó hasta la primaria.
Por eso decidió quedarse solo en el rancho y que sus hijos se fueran a una mejor escuela en la cabecera municipal de Guachochi. Silvino prevé que mientras haya patrocinadores que le ayuden, él seguirá corriendo. En Francia correrá con otros rarámuris, más jóvenes, que han visto en los pasos de Silvino un camino hacia la profesionalización de los “pies ligeros”.