Con las palabras buscan dejar en el pasado la tragedia, pero la mente y las cicatrices del cuerpo les impiden olvidar aquel jueves 5 de junio de 2003, cuando el fuego, con todas sus calamidades, envolvió a la comunidad de Cecilio Terán, mejor conocida como La Balastrera.
Los rostros desfigurados de dos niños que deambulan por las polvorientas calles, las marcas de las múltiples intervenciones quirúrgicas en hombres y mujeres, y la presencia inamovible de tres ductos de Petróleos Mexicanos (Pemex), les recuerdan la fatídica explosión.
La noche de ese jueves, las intensas lluvias generaron que el río Chiquito se saliera de su cauce y a su paso arrasara con tres ductos que generaron una enorme explosión en la comunidad ubicada a orillas de la autopista Veracruz-Puebla.
Ese día murieron al menos cinco personas y unas 70 resultaron con lesiones. Tres más fallecieron en el hospital. Se estima que hubo al menos 3 mil damnificados. Consiguieron pago de gastos médicos y una indemnización, pero 13 años después carecen de una ruta de evacuación real y jamás se efectúo la reubicación de los tres ductos que se encuentran a 50 mestros de sus viviendas. “Recuerdo todo muy bien”, confiesa Dalila de la Cruz.
Aquella tarde, tenía 15 años cumplidos y las palabras de su padre las lleva tatuadas en la mente y el corazón, porque gracias a él salvaron la vida: “Ya se había salido el petróleo crudo y mi papá nos sacó de la casa porque decía: ‘Si no nos morimos por el agua, nos vamos a morir intoxicados’”.
Dalila, junto con su hermana y padre, corrían hacía el campo deportivo cuando sobrevino la fuerte explosión por acumulación de gas y la desgracia y la muerte llegaron al pequeño pueblo: ocho muertos y 34 personas heridas, la mayoría por quemaduras.
“Sentimos la flama como a unos 200 metros de los tubos y eso fue lo que recuerdo”, agrega la mujer, hoy madre de un niño y esposa que atiende uno de los tantos negocios de comida que ofrecen alimento a los viajeros y a los traileros que llevan su carga al centro del país.
Los sucesos fueron atribuidos, en aquel entonces, a una obra de Dios; sin embargo, los habitantes se negaron a aceptar el destino divino y pelearon hasta obligar a Pemex a reconocer parte de su responsabilidad por la presencia de sus ductos sobre el cauce del río sin la mayor protección.
El dolor en la memoria
El reloj marcaba las siete de la noche. Los atemorizados pobladores, paradojas de la vida, se habían refugiado en el panteón de la localidad, en las faldas de una montaña donde descansaban los muertos.
La nube de fuego había arrasado con los pequeños puestos de alimentos, con un tráiler repleto de pollos que murieron carbonizados, con un par de vehículos particulares y, sobre todo, con la vida de niños, mujeres y hombres.
Cuando las manecillas del tiempo arribaron a las nueve de la noche, un grupo de paramédicos logró ingresar hasta los sepulcros blanqueados e iniciaron la difícil tarea de atender los cuerpos quemados.
“No sentí nada, ni mi hermana, ni mi papá, cuando entraron los paramédicos nos preguntaban quiénes estaban quemados y nosotros decíamos que no, pero al alumbrarnos nos dimos cuenta de todo”, agrega.
El fuego había quemado su piel de los brazos y piernas, su hermana también sufrió las mismas heridas. “Sentíamos algo escurriendo, era como una ampolla que se reventó, pero no dolía nada”, rememora. Dolía más en el corazón ver un camión de pasajeros repleto con sus vecinos y conocidos, la mayoría completamente quemados y con los rostros desfigurados.
“A partir de ahí fue muy duro para mí”, dice a la distancia. A la par de las terribles curaciones con la carne viva y sus ocho intervenciones quirúrgicas, formó parte de los liderazgos que decidieron enfrentarse al monstruo llamado Pemex.
“Fue muy difícil, fue mucho tiempo el que estuvimos batallando. Era el tratamiento, que era largo y doloroso, e ir a las manifestaciones, a las ruedas de prensa, a ver al alcalde y a corretear al gobernador”.
La ayuda llegaba a cuenta gotas. Les pagaban sólo el tiempo que permanecían en un hospital. Cinco años después lograron indemnizaciones; sin embargo, el dolor por los tratamientos médicos jamás desapareció.
En su memoria lleva los gritos de Juan y Cristina, niños que insultaban y maldecían a los doctores que les arrancaban la piel quemada y les limpiaban las heridas al rojo vivo, pero también la posibilidad de que pueda repetirse.
El peligro en ciernes
Esmeralda, enfundada en su uniforme de la secundaria, camina al lado de su hermano por las calles de La Balastrera. Ambos, con sus rostros cambiados por las secuelas del fuego y con sólo algunos mechones de cabello, son- ríen tímidamente.
En el pueblo conocen su historia: son dos niños que en 2003 fueron tratados en Galveston, Texas, un centro especializado en graves quemaduras. Eran el estandarte de la lucha para exigir justicia y hoy son el rostro de lo que puede volver a suceder.
Caminan a un lado de la vieja estación porfirista de ferrocarril La Balastrera, sus vecinos los miran con cierta timidez, porque la mayor parte de su infancia se apartaron de la comunidad y hasta hace no mucho volvieron a tratar de integrarse.
“Es difícil para ellos tener en la mente ese suceso que los marcó para toda su vida”, relata el profesor Luis Iván Peralta Reyes, también agente municipal de la localidad.
Esmeralda, a pesar de lo desfigurado del rostro y de tener amputaciones, es amable y responsable en sus estudios.
En realidad su presencia en las aulas y en las calles es un recordatorio de lo que sucedió y puede volver a suceder, porque la vida de muchos cambio tras la explosión, pero su entorno sigue siendo el mismo.
“La población vive con el temor que se vuelva repetir, porque cuando es época de lluvia suben los niveles del río y siempre están al pendiente, sobre todo la gente que lo vivió en carne propia tiene ese temor y ese sentir”, revela la autoridad.
Hace más de dos años, se propuso retomar el proyecto para la ruta de evacuación, cuyo trazo incluía hacer un camino hasta el panteón y de ahí salir al otro lado del pueblo sobre la autopista, “pero no se llevó a cabo” y la salida de emergencia que tienen hoy conduce a una zona donde hay dos gasolineras.
Todo sigue igual
La crecida del río Chiquito trajo los peores males para La Balastrera.
Además de la explosión, hubo muertos, quemados, lesionados, impunidad y la división de una comunidad confrontada por la lucha que debieron realizar para exigir justicia y por la rebatinga de las indemnizaciones y todos los apoyos oficiales.
“Aquí además de muertos, hubo el exceso de poder político, las influencias”, resume Balbina Salas, cuyos dos hijos sufrieron quemaduras, leves, en el rostro y brazos, y quien encabezó la lucha para obligar a Pemex a hacerse responsable.
A su hijo Juanito, entonces de 10 años, el fuego le comió una parte de su rostro, espalda, manos y pies; mientras que a Rubén, de ocho años, un pedacito de su carita, pero lograron salir adelante y ser jóvenes de bien.
“Todo lo hice por mis dos hijos, me parece muy injusto que en México sólo se les haga justicia a la gente adinerada”, dice a la distancia.
Y cuando se refiere hacer todo, es todo: protestar, presentar denuncias penales, perseguir a los gobernadores, confrontarse con funcionarios federales, bloquear carreteras y hasta pasar 72 horas en prisión acusada de ataques a las vías generales de comunicación.
“Sentíamos una gran impotencia por los heridos, pero la impotencia de cómo nos trataba Reyes Heroles. Pemex se quiso hacer a un lado y decía que le fuéramos a cobrar a Dios”, relata.
Consiguieron que les pagaran los gastos médicos y una indemnización, pero 13 años después carecen una ruta de evacuación real y jamás se efectúo la reubicación de los tres ductos que se encuentra a 50 metros de sus casas.
“Desgraciadamente la culpa no es del gobierno, sino que la gente se deja, somos muy dejados como pueblo y para Pemex es más fácil matarnos a todos que cambiar el ducto”, suelta con coraje.