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De aquella tarde en que Anastasia Lechtchenko pasó el primer filtro de revisión en la penitenciaría de Tijuana no recuerda mucho. Es como si no hubiera existido aquel momento en que atravesó el alambre de púas, e intercambió la colorida camisa que llevaba por un suéter de algodón.
Recuerda algunas sensaciones: el sopetón de agua congelada que cayó sobre su cuerpo, cuando tomó un baño. O el escozor —que empezaba en la frente y terminaba en el cuello— cuando la sal de sus lágrimas le provocó una pequeña reacción alérgica.
Sus memorias comienzan un día después. Por un breve, muy breve segundo, recordó 10 números al azar. “Seis, seis, cuatro, uno, ocho, cuatro, nueve, ocho, cuatro, seis”. Tironeada por nervios y la curiosidad, caminó al teléfono del penal al que había ingresado unas 24 horas antes.
Con cada marcar fue recordando la nariz, la boca, un par de ojos azules. Antes de terminar comprendió que era el número de celular de su madre. No colgó: esperó eufórica a que contestara.
—Creo que durante dos semanas le marqué a mi mamá, porque yo quería hablar con mi mamá. No comprendía qué pasaba, marcaba y marcaba y me mandaba a buzón. Yo me quedaba pensando ¿qué hago? Y otra vez marcaba el número. Siempre, siempre esperaba una respuesta.
Anastasia recuerda apenas sensaciones de aquellos primeros días en reclusión: más agua helada, el ardor en los pómulos, y los instantes de euforia cuando timbraba el teléfono.
—Yo esperaba que viniera por mí, no entendía por qué no venía. Estaba en un estado de shock; de verdad, yo pensaba que estaba encarcelada por consumir drogas —aprieta los ojos y suelta un largo quejido.
Durante 15 días, Anastasia —de 19 años— esperó a su madre, Yuliya Masney, una pianista ucraniana, hasta que en un “flashazo de memoria” también recordó el celular de su padre, un gimnasta ruso.
Él le informaría por segunda ocasión, que estaba encarcelada por el asesinato y desmembramiento de su madre y de su hermanita de 8 años. Ahora comprende que, obviamente, el celular de Yuliya siempre la mandaría a buzón.
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Para llegar a la iglesia del penal de Tijuana hay que pasar cuatro filtros. Se localiza a un costado del patio central. Atravesarlos costó a EL UNIVERSAL ocho meses de peticiones a las autoridades penitenciarias, evaluaciones sicológicas y una firma de Anastasia.
Es Jueves Santo, en los teléfonos de la penitenciaría unas 100 internas hacen fila para llamar a sus familiares. Anastasia espera.
—Desde que venías escuché tus tacones, no sabes, tacones, qué envidia tengo —sonríe y se sonroja. Hace casi nueve meses, la imagen de esta joven de 19 años dio la vuelta al mundo.
Una fotografía acompañaba titulares escandalosos: “Rusa descuartiza a su madre”. Ella, delgadísima, con un vestido ceñido color púrpura y el pelo naturalmente rubio hasta la cintura sonreía discretamente.
“Primero degollé a mi mamá, le corté los brazos y las piernas. Y luego hice lo mismo con mi hermanita”, relató la joven sin inmutarse en el video, y explicó que las mató con un “cuchillo” porque “eran brujas” y le “hacía daño con eso”. Clarín, 29 de junio, 2015.
Anastasia lleva el pelo recogido en una coleta, un pants y una camisa gris. Habrá ganado unos tres kilos. Labios rosados, nariz afilada. Su piel se ha vuelto traslúcida porque raramente le da el sol. Fue detenida el 7 de junio de 2015, presuntamente por haber sometido, acuchillado y asfixiado a su madre, hasta dejarla sin vida. Seguiría con su hermanita, Valeria, con discapacidad múltiple.
Le habría sacado los ojos y echado al baño, para después con tres cuchillos caseros, cortarles las piernas, brazos y cabezas en el fregadero de su cocina. Los cortes quirúrgicos. La joven de 53 kilos lo hizo sola, sin ayuda, “porque eran brujas”, aseguró en ese entonces la fiscalía.
—Yo me declaré culpable, es el problema. Y la verdad es que yo había consumido drogas, cristal durante cinco días. Así que cuando me detuvieron me dijeron que si me declaraba culpable me iban a sacar. Me pegaron una cachetada, y me asusté, yo venía bajo el influjo de drogas— recuerda y ahoga un sollozo.
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En junio de 2015, cuando detuvieron a Anastasia Lechtechenko, la fiscalía norteña se convulsionaba: la procuraduría había detenido a Anastasia y una juez la habría liberado por falta de pruebas. Ante la polémica, la joven fue reaprehendida y encarcelada por una confesión que habría hecho a los agentes.
Anastasia explica que por ese entonces había abandonado la escuela, empezó a consumir drogas y fue internada en un centro de rehabilitación. Al salir buscó a otras personas que le llenaran los bolsillos de drogas. A los cinco días, cuenta, decidió regresar a casa de su madre.
—Llegué y la casa estaba cerrada, y nosotros teníamos escondidas las llaves en la lavadora. Yo voy a la lavadora, agarró las llaves. La casa está echa patas para arriba, la ropa estaba en el sofá, y mi cuarto todo estaba desecho.
Mi mamá me había pedido que limpiara el patio, entonces me puse a barrer. Había una casita de aluminio atrás, que estaba entre cerrada, me di cuenta que venía un olor extraño de ahí, y cuando me acerqué —un largo silencio, se tapa la cara con la mano izquierda y los ojos se le ponen húmedos —, pues miré una bolsa, y caminé para allá y abrí la bolsa, y pues eran los restos de mi familia. De verdad, no sé cómo decir esto, pero la cabeza estaba hasta arriba de mi mamá —dice y la respiración se le vuelve pesada.
Anastasia puede ser culpable o inocente de los hechos que se le imputan, puede mentir o decir la verdad respecto a las confesiones arrancadas, pero los peritos adscritos notificaron que en los cuchillos con los que habría asesinado a sus familiares, se localizó un perfil genético de un individuo del sexo masculino, que no presentaba parentesco biológico.
También anotaron que en las bolsas donde se hallaron los cuerpos no se localizaron huellas latentes. La joven delata que apenas ha dejado la pubertad: se preocupa por la fotografía que le van a tomar o por los comentarios que sus amigos le han contado lo que otros cuelgan en redes sociales.
En el penal le suministran flupazin, un fármaco antisicótico, porque antes del asesinato la joven ya había sido internada en un hospital de salud mental, pero por falta de recursos no se le pudieron suministrar medicamentos.
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En julio los policías grabarían y filtrarían ilegalmente las confesiones de la joven durante su detención. Fue el propio abogado de oficio, quien dejó estipulado judicialmente, que Anastasia rindió su declaración “manifestando hechos irreales, incoherentes”. Esa declaración fue vital para encarcelarla.
—Nueve meses encerrada. Estoy en actividades, me levantó voy a lo que son mis actividades diarias, maquillaje, talleres contra la violencia... En mi celda todos son muy amables, las cinco personas son muy atentas conmigo. Aquel día cuando descubrí a mi familia, le quería contar a un amigo, y yo le quería contar a alguien que no le importara que estuviera drogada, porque sabía que mi papá me iba a regañar. Porque yo no entendía nada. Si yo hubiera pensado las cosas y hubiera estado normal hubiera llamado a la policía, pero no lo hice y ese fue mi gran error.
Le llamé a una amiga, la llevé a la casa y le dije que yo había encontrado eso, que yo no lo había hecho. Le dije a mi amiga que qué hacíamos, que si llamábamos a la policía y me llevó a su casa, y ya llegaron los ministeriales por mí; ella les dijo que yo las había matado.
Adentro del carro, uno me mete una cachetada y me dice: “declárate culpable y te voy a dejar salir”. Pero yo venía en una situación de drogas, y ya estaba muy drogada.
Me manipularon y después de todo eso me llevaron a diferentes lugares, con diferentes personas hablé, a todas les dije que yo era culpable, y al final del caso ahí me grabó en el carro diciendo eso. Después me arraigaron y abusaron de mí.
Estaba tan drogada, que yo pensé que me agarraron por drogas, yo no me acordaba lo que pasó con mi mamá, yo pensé que me agarraron por drogas, yo en mi mente no carburaba que ellas no estaban aquí conmigo, de verdad. Sí, yo pensé que todo iba a estar normal, que todo iba a estar normal y yo iba a ir a mi casa.
Mi mamá era muy linda, muy buena persona, siempre sonriente, le gustaba ir a la playa conmigo, tomarnos un café. ¿Que por qué peleábamos? Por la escuela. Ella me pedía mucho que me volviera a meter y esos eran nuestros conflictos, pero nada que sea grande, por ningún motivo válido por el cual me acusan podría hacer eso.
El problema es que yo confesé algo que no hice y ahora estoy en esta situación, en donde me duele mucho la pérdida. No pude ni siquiera ir a la misa, no me pude despedir y eso me duele; no pude ir con mi papá, tomarlo del hombro, porque es algo que nunca vamos a olvidar nunca, ni él ni yo. Yo me declaré culpable; sólo dije que yo lo hice, pero no detalles. Me acuerdo, me decían “diles que las cortaste”, y lo único que dije “primero las corté”, y después me fui a correr. Porque yo no carburaba y lo demás lo pusieron.
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Anastasia cree que algún día demostrará que fue utilizada por el sistema para solucionar rápidamente un asesinato sin indagar, y en el que ella, dice, no participó. Piensa en sus enemigos, pero no encuentra. Recuerda que su madre salía con varios hombres a la vez, tal vez alguno de ellos, pudo cometer el asesinato.
—No me acuerdo de nada, estoy en blanco, como me dieron mi primera ropa, yo no me acuerdo de nada de eso. Pero yo me esfuerzo y me frustro porque no me acuerdo. Yo hasta los dos meses o tres, empecé a llorar mucho. Miraba una película en la tele y me acordaba cuando la miraba con ella (mamá).
La joven acusada de descuartizar a su madre y hermanita hace casi nueve meses, extraña el sabor amargo de una Coca Cola; un buen disco de Pink Floyd, su grupo favorito. Le ha agarrado un gusto tremendo a los libros de Gabriel García Márquez, recién terminó de leer Crónica de una muerte anunciada.
Pero cuando menos lo espera, le vienen reminiscencias de aquel día: la cabeza cercenada de Yuliya, adentro de una bolsa de plástico negra la deja inmóvil.
—Viene una estela, un olor como a hierro, a metal mezclado con fruta podrida. Porque aquel olía como a fruta podrida. Es un olor que si lo imaginó me retuerce.
Anastasia cierra los ojos, exhala aire y vuelve abrir los ojos: cuando salga estudiará enfermería e irá a vivir a Ensenada con su padre, Igor Lechtchenko. Quiere sustituir, el sonido de los candados que cierran las rejas, por el susurro del viento que mece las olas cada noche.