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Juan Gabriel fue un artista grande hasta en su decadencia como cantante. Todos lo sabíamos, pero Juanga era Juanga. Él, en vez de replegarse, ofrecía conciertos de tres, cuatro, y hasta cinco horas y media. Y la gente feliz, que era lo realmente importante.
Contradictorio, Juanga era generoso hasta para dar gato por liebre: un bonche de coristas, muchos bailarines, grupo musical y mariachis.
Su propio canto lo dosificaba, pero agregaba desplantes y baile cachondo. Más que suficiente.
El mejor Juan Gabriel cantante fue el de los años 80 en El Patio y en centros nocturnos de España, donde causó furor. A cambio, el Juanga del siglo XXI era el artista con su cauda de experiencias, canciones y el halo de los verdaderos ídolos, de los divos.
Alberto Aguilera Valadez fue un parteaguas en el comportamiento del público, de los públicos. Frente a él, los machitos empezaron a perder la compostura y se pusieron a bailar bien briagos y muy andróginos.
“Cada sexo morirá por su lado”, predijo Marcel Proust y los fans de Juanga lo vinieron a comprobar seis décadas después.
Como pocos, Juan Gabriel congregaba a todo tipo de gente.
En 1996, en un antro pirruris o fresa llamado Baby Rock, en La Herradura (estado de México), celebró 25 años de carrera ante 400 invitados “exclusivos”, incluido Carlos Monsiváis, quien me comentó: “Alberto es un gran compositor, un buen cantante y un excelente amigo, por eso me atreví a llegar hasta aquí”.
El mismo Monsi ya había escrito que la sociedad mexicana encumbró a Juan Gabriel “a través del linchamiento verbal y la admiración”.
En 1990, Juan Gabriel congregó a la “intelectualidá” en el Palacio de Bellas Artes, y de esa forma abrió de par en par las puertas de “El Blanquito” a la música popular mexicana (antes era casi exclusivo de Serrat).
Memoria. La imagen que más recuerdo de un show de Juanga: en 1997 canta ante 8 mil personas en la Feria de Azcapotzalco, dentro de algo parecido a una gran carpa de circo.
Todo va más o menos bien, pero cae un diluvio que vence algunas partes del techo y adentro todo se vuelve cascadas. Veo a un grupo de cinco o seis fans en sillas de ruedas, empapados, cantando muy alegres.
En 1994, el artista presentó su disco Gracias por esperar, en una playa cercana a Los Cabos.
En conferencia de prensa dijo que era vegetariano y que no guardaba rencor a quienes lo vetaron durante ocho años en las disqueras y la tv.
Más tarde, ya de noche, cantó ante periodistas de toda América.
En ese momento, la luna llena apareció majestuosa y duplicada en el mar. Él había escogido la fecha y la hora para que su fiesta tuviera esa escenografía.
Eduardo Magallanes, su hombre de confianza en los arreglos musicales, dijo alguna vez: “Alberto todo lo vuelve música, el ruido de una motosierra, el silbido de un pájaro, los sonidos de la calle”.
Acaba de morir el autor de más de medio millar de canciones, de las cuales, 10, 20 o 30 están incrustadas en el inconsciente colectivo.
Por eso, y por muchas cosas más, Juan Gabriel podía hacer lo que quisiera en sus últimos días, incluso destrozar “Have you ever seen the rain”, de la banda estadounidense Creedence, y titular su último disco Los dúo, valiéndole gorro la gramática.
Estaba, y está, más allá del bien y del mal.