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El color de cada desierto y la textura de su arena son siempre distintos, dice la Reserva para la Conservación del Desierto de Dubái. El de Paracas, en el sur de la costa peruana, es de un tono tostado y su finísima arena se desliza entre los dedos arrastrada por un viento constante y silencioso. El mismo que esculpe las dunas de formas orgánicas que parecen moverse y hacen pensar lo difícil que sería encontrar el camino de regreso si uno se pierde.
El viento, que puede alcanzar 50 kilómetros por hora, le da el nombre a la región. La palabra ‘paracas’ proviene de dos vocablos quechuas y significa ‘lluvias de arena’. Siempre son noticia en la región las tormentas de arena entre agosto y octubre.
Aquí nunca llueve, aunque la mañana siempre se vea nublada y fría casi hasta el mediodía. Es tan árido que los indígenas de la cultura preinca paracas lo descartaron para vivir, debido a la infertilidad de sus suelos. La etnia habitó la zona entre el 700 a. C. y los primeros años d. C.,
El desierto forma parte del distrito de Paracas, a 154 metros sobre el nivel del mar en la costa central del departamento de Ica, 22 kilómetros al sur de la provincia de Pisco y a 261 kilómetros de Lima.
Se llega por tierra. Los turistas salen desde Lima en un viaje de cuatro horas por la vía Panamericana. Después de partir aparecen suaves elevaciones de arena que luego se hacen altas e imponentes, salpicadas por fértiles valles de cultivo, a medida que se ingresa en Ica, una zona con rico pasado histórico y cuyos primeros habitantes se remontan a 10 mil años de antigüedad.
En sus tierras florecieron culturas como Paracas, reconocidos como cirujanos, famosos por sus trepanaciones (perforaciones craneanas con fines quirúrgicos) y sus tejidos comparables solo a los egipcios y a los turcos; los wari, guerreros que formaban a los suyos para la lucha prácticamente desde que nacían, y los nazca, responsables de las increíbles líneas del mismo nombre.
En la Reserva Nacional
En Paracas y en medio de su desierto, esa sensación de una inmensa nada es solo apariencia. El lugar vibra de vida y de color.
Las dunas esconden una belleza abrumadora en sus acantilados de formaciones rocosas y sobre ellos se estrellan las aguas del Pacífico formando diversidad de playas entre la bahía y la península. El mar sorprende con tonos turquesas e índigos. Y a las playas se llega en la compañía de guías por caminos demarcados.
Lagunillas, por ejemplo, es una pintoresca playa llena de coloridas barcazas de pescadores donde se puede nadar y disfrutar de un almuerzo con pescados y mariscos. La Catedral con su imponente arco, de donde viene su nombre (hoy incompleto por el terremoto del 2007 en Pisco), es una formación rocosa de 28 y 40 millones de años de antigüedad. Playa Roja sorprende por sus arenas rojizas y Punta Arquillo es un mirador para apreciar lobos marinos.
Hasta ahora hay registradas en la zona mil 543 especies vegetales y de animales marinos y terrestres, entre ellas un numeroso grupo de aves como el cóndor, el pingüino de Humbolt y el flamenco.
Todo esto forma parte de la Reserva Natural de Paracas, creada en 1975 en un área de 335 mil hectáreas entre la península de Paracas y la punta de Morro Quemado. El 65% de reserva lo compone el territorio marino y el resto, el desierto costero.
Son más de 15 puntos de visita, incluido el Centro de Interpretación, diseñado para orientar a los visitantes antes del recorrido sobre la historia de la reserva y sus riquezas naturales.