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A pocos minutos de que el avión donde viajaba el equipo de futbol Chapecoense se estrellara contra una de las montañas de Cerro Gordo, por redes sociales se buscaban voluntarios que tuvieran camionetas para servir de apoyo en las labores de rescate.
Sin dudarlo, Santiago Campuzano y cinco amigos más se dirigieron en una camioneta Mazda y, desde el casco urbano de La Unión, fueron de los primeros en llegar al lugar de la tragedia.
“Solo sabíamos que se había estrellado un avión con 81 personas. Nos imaginamos lo peor”, confiesa.
Tenían la voluntad, el ímpetu y las ganas de ayudar. Pero solo eso estaba de su lado, ya que el terreno fangoso y estrecho dificultaba su movimiento y las negras montañas se fundían con el cielo. Por un momento pensó que no llegaría.
Cuando llegamos sacaron el primer herido y fuimos nosotros quienes lo transportamos de bajada. Era Alan Ruschel, jugador del equipo de futbol brasilero Chapecoense. “Mi familia… mis amigos… ¿dónde están?”, balbuceaba en voz baja, según cuenta Campuzano.
Mientras el voluntario sorteaba la difícil carretera, un paramédico hacía lo propio para mantener estable al futbolista que seguía preguntando por los suyos.
“Tiene una fractura de cadera, hay que llevarlo a un centro médico con urgencia”, dice que le contó el médico.
Una vez dejaron a Alan en el punto de encuentro, a un kilómetro del estadero Don Quijote, no hubo tiempo para más. Solo desearle suerte y volver a sumirse en la oscuridad a buscar más heridos.
“Venía muy asustado, pero con la satisfacción de haber ayudado a alguien, porque pensábamos que todos estaban muertos”, dice, mientras se arregla su gorra verde militar y se pasa la mano por una incipiente barba.
El sol había salido, pero el paso se les había cerrado. Ya nadie podía subir hasta que la Policía Judicial hiciera el levantamiento de los cadáveres. Aquello no los amilanó. Los seis amigos permanecen en el Puesto de Mando Unificado a la espera de que les den permiso de volver a subir. De seguir ayudando. De salvar otra vida.
A pocos metros de Campuzano se encuentra Wilfer. Su traje es azul, o debería serlo. El lodo y el pantano se han ceñido sobre la tela y la piel. Tiene la mirada perdida en el horizonte y tarda varios segundos en contar lo que vio.
“He sido bombero por 16 años y créame que es mucho lo que he visto y vivenciado en este oficio. Pero esto es lo peor que he visto en mi vida”, confiesa, mientras se limpia un pedazo de hierba de la tez blanca y deja llenar sus ojos de lágrimas que no caen.
Junto con el cuerpo de bomberos del Oriente, fue uno de los primeros en llegar a la zona. Solo recuerda la oscuridad que se ceñía sobre ellos en los más de 40 minutos de trayecto en auto y la media hora que tuvieron que caminar para llegar al sitio de la tragedia.
Cada paso lo hundía sobre la hierba húmeda y el fango le llegaba hasta los muslos. Así estuvo un largo tiempo y cuando pensó que lo peor había pasado, llegó al lugar del accidente.
“Usted no sabe la magnitud de lo que era eso. Ver ese avión destruido y los cuerpos tirados… tantos cuerpos tirados”, rememora Wilfer mientras se entrelaza los dedos, como si quisiera calmarse.
La aeronave estaba completamente destruida por lo poco que pudo ver. Confiesa que llegó un punto en que no sabía si buscaba en la trompa o en la cola del avión, pues todo era oscuridad y muerte.
A diferencia del voluntario, él sí tenía la esperanza de hallar a alguien con vida, pero solo halló muerte. “Cada cuerpo al que me acercaba, cada cuerpo que revisaba estaba sin vida”, dice.
Fue una contradicción para él, pues le habían dicho que había muchos sobrevivientes. Al final, tras las labores de búsqueda toda la noche solo hallaron seis con vida, pero ninguno lo encontró él.
De allí su mirada perdida cuando el sol le dio la cara. Aquella imagen no se le borrará de su mente. Es la primera vez que La Unión experimenta una tragedia de tal magnitud. Una que nadie vio, que nadie escuchó, pero que todos recordarán.