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S atélites en desuso, partes de cohetes, así como fragmentos de sondas y naves, orbitan alrededor de la Tierra como muestra de que el espacio sí tiene memoria. El pasado no es sólo un recuerdo, es materia contante y sonante; la historia se acumula en toneladas de desechos que viajan a una velocidad que haría palidecer la trayectoria de una bala.
“La basura espacial siempre va a estar allí. Desde que comenzó la Carrera Espacial hasta ahora, que se exploran los confines del Sistema Solar, se han generado una gran diversidad de artefactos que finalmente se convierten en material de desecho. El problema es que nunca se pensó qué iba a pasar a corto, mediano y largo plazo con este material y ahora es una carga que parece incontrolable”, señala la Doctora Dolores Maravilla del Departamento de Ciencias Espaciales del Instituto de Geofísica de la UNAM.
El más reciente reporte del Programa de Restos Orbitales de la NASA registró un total de 16 mil 925 desperdicios espaciales de más de 10 centímetros, que ocupan príncipalmente la zona de la llamada órbita baja (LEO) y geoestacionaria (GEO). Se calcula que aproximadamente a 800 kilómetros de distancia de la superficie terrestre, se acumula la mayor cantidad de basura espacial.
La detección tan precisa de objetos desde la Tierra es posible gracias a la tecnología de radares que se ha desarrollado a lo largo de las últimas décadas. En este sentido, una de las principales fuentes de información de la NASA es el radar Haystack. Operado por el Laboratorio Lincoln del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), hace el recuento de los desechos espaciales desde 1993. Los datos sobre el tamaño, altitud y localización precisa de un fragmento de basura espacial, son generados por esta poderosa máquina, capaz de detectar incluso piezas menores de diez centímetros.
Esta información que proveen radares y telescopios ópticos alrededor del mundo, sirve para establecer sistemas de protección contra los objetos en uso que circulan en las órbitas terrestres. El número de objetos que circulan es tan alto que los protocolos de alerta en la Estación Espacial Internacional (ISS) son cada vez más frecuentes. Hace un par de meses, la tripulación de la estación se vio obligada a evacuarla ante la amenaza que representaba un viejo satélite ruso que estuvo cerca de colisionar con ella.
La mayoría de las veces la basura espacial es detectada a tiempo para desviar la trayectoria de la ISS, pero cuando la amenaza es más cercana, el protocolo indica abandonar la nave. En esa ocasión la tripulación se refugió en la nave Soyuz TMA-18M. Bajo estas dinámicas cotidianas, el telescopio Hubble, también ubicado en órbita baja, es revisado constantemente debido al impacto de fragmentos que han atravesado su disco y dañado sus sistemas de manera considerable.
La otra preocupación es el choque de desechos espaciales con algunos de los aproximadamente mil satélites (según datos de la Red de Vigilancia Espacial, SNN) que circundan el planeta, pues con la dependencia a los sistemas de telecomunicaciones, las afectaciones en Tierra por un fragmento menor al tamaño de una pelota de beisbol, son multimillonarias.
Es difícil que los desechos logren caer sobre la superficie terrestre, pero no imposible. Generalmente sus últimos rastros se queman en las capas densas de la atmósfera, a una altitud aproximada de 60 kilómetros de altura, sin embargo existen varios factores que determinan que los restos puedan llegar a tierra firme.
El estado de la atmósfera, el viento solar, así como el volumen y material de los desechos pueden determinar el “aterrizaje forzoso”. Precisamente a finales de abril, se perdió el control del carguero espacial Progress M-27M, a cargo de la agencia espacial rusa, y algunos de sus restos se hundieron en algún punto del Océano Pacífico.
El punto de fusión de los componentes, es decir, la temperatura a la que la materia pasa de estado sólido a líquido, también determina su probable llegada a Tierra. Componentes de naves espaciales que están hechas de materiales de punto de fusión bajo, como el aluminio, desaparecen en altitudes más altas que materiales de punto de fusión más altos, como titanio, acero inoxidable, berulio o carbono. Precisamente uno de los objetos más grandes localizados en la superficie terrestre ha sido el motor de titanio, de alrededor de 70 kilos, localizado cerca de la capital de Arabia Saudita y perteneciente a una nave de la familia de los vehículos de lanzamiento Delta II.
Pero partes de artefactos pesados no es lo único que llega a la Tierra. La doctora Maravilla explica que los vehículos espaciales generan partículas muy pequeñas de residuos contaminantes. “ Se trata de esferoides de óxido de aluminio contenidas en el combustible de los cohetes espaciales. Sólo se han hecho estudios de naturaleza teórica sobre su impacto, pero se sabe que hay redistribución de estas partículas alrededor del planeta y tarde o temprano se depositan sobre la superficie terrestre”, señala Dolores Maravilla y agrega que todo esto se suma a desechos naturales, como las 40 toneladas de polvo cósmico que llegan diariamente a la Tierra.
Este material se sublima y evapora en la alta atmósfera, depositándose a una distancia de entre 20 y 80 kilómetros de la superficie terrestre. “Las partículas que logran alcanzar la superficie de nuestro planeta, son propiamente de naturaleza asteroidal porque sobreviven mejor los embates de las diferentes capas de la atmósfera”.
El síndrome Kessler
La teoría de Donald Kessler toma fuerza. Este científico estadounidense señaló hace más de 30 años que la basura espacial se incrementaría al grado de hacer imposible su mitigación, pues a medida que aumenta, crecen también las posibilidades de colisiones que la multiplican.
Un ejemplo claro de esto fue el choque del Iridium 33, un satélite estadounidense, que colisionó con un símil ruso que viajaba por el espacio despues de estar en desuso desde hacía 25 años. Este accidente del 2009 provocó una carga extra de basura espacial de alrededor de 2500 piezas de más de diez centímetros. Así se integraron al arsenal que también conforman viejos satélites mexicanos como el Morelos I.
El Comité de Coordinación Interagencia para la Basura Espacial está conformado por 13 agencias internacionales, donde además de la NASA, se encuentran: ESA, de la Unión europea; JAXA, de Japón; e ISRO, de la India; entre otras. Esta organización ha procurado generar protocolos de cooperación para tratar de ir estableciendo responsabilidades específicas no sólo sobre el uso de los satélites y cohetes sino sobre su destino final. Un método es permitir el reingreso de estos artefactos espaciales a la atmósfera terrestre para acelerar su descomposición natural.
Otra opción es impulsar o trasladar los artefactos que han finalizado su vida útil hasta las llamadas “órbitas cementerio”, como se le denomina a la zona superior a la órbita geoestacionaria. Este traslado disminuye la posibilidad de choques con los satélites operacionales y otros vehículos espaciales. La doctora Maravilla explica que se han generado diversos proyectos para la remediación de los desechos orbitales, “sin embargo aún no hay ninguno que ya sea una realidad”.
El uso de láser se hace presente en varios proyectos, como el del Laboratorio Computacional de Astrofísica RIKEN en Japón. Ellos proponen un instrumental montado sobre el telescopio JEM-EUSO un proyecto de observatorio diseñado para detectar rayos cósmicos de alta energía y que se colocará en la Estación Espacial Internacional en 2018. Este nuevo observatorio es producto de la participación internacional de 350 científicos de 15 países, incluido México.
Entre otros métodos se reconocen las amarras electrodinámicas (un cable conductor de varios kilómetros de longitud que comunica un satélite con una masa situada en su otro extremo), velas de arrastre, remolcadores y otras propuestas más exóticas y probablemente menos funcionales.
“Cuando se empezaron a estudiar los planetas gigantes, se descubrió que todos tienen anillos. Muchos se cuestionaron el por qué la Tierra no los tiene, pero por allí surgió una voz que dijo que tarde o temprano nuestro planeta tendría su propio anillo, pero de desechos espaciales. Ya no sería producto de la nube de polvo y gas que dio origen al Sistema Solar, sino de lo que después construyó el hombre con materiales que creó el Universo”, señala la doctora reflexionando sobre la incontrolable cascada de artefactos que se multiplica en las órbitas terrestres, como predijo Kressler.