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Una joven está sentada en la orilla del siento. Ansiosa. Lo busca con la mirada. De pronto lo ve salir al escenario y salta emocionada. Ahoga su grito eufórico y lo convierte en aplausos, estira los brazos con el deseo de que sonido de sus manos sea más fuerte y llegue a David Garrett, el violinista alemán de 36 años de edad que la noche de este martes debuta en el Palacio de Bellas Artes, el recinto cultural más importante del país.
La joven admiradora, como los más de mil aficionados que han acudido a ver al artista que se anuncia como el violinista más rápido del mundo, parece contenida. Quiere gritar de emoción ante el saludo en español del músico, quiere sacar su teléfono y grabarlo todo. Mira a su alrededor. ¿Es que en Bellas Artes todos se quedan en su asiento y nadie expresa su amor desaforadamente? Permanece sentada con cierta resignación.
Garrett se ve contento. Sonriente. Más tarde dirá que le ha sorprendido que haya detractores de sus conciertos en Bellas Artes. "No entiendo por qué, soy un músico clásico desde que era un niño", comentará y será cobijado por sus admiradores que han pagado boletos que van de los 4 mil a los mil 500 pesos.
En el piano Julien Quentin comienza a tocar Sonata para violín y piano en la mayor de César Franck. Una pieza que parece una declaración de principios. Sí es músico. Sí es famoso por su repertorio crossover, pero, sobre todo, sus años en Julliard, una de las escuelas más prestigiosas del mundo no fueron en balde. Sin embargo, su ejecución se convierte en un somnífero eficaz, casi tan rápido como su violín.
Los ánimos de sus admiradores van a menos hasta que concluye el segundo movimiento. Todos aplauden efusivamente porque Garrett con sus muecas y ademanes parece hacer la indicación de que la obra había terminado, pero no, faltaban dos movimientos más. La gente mira con inquietud sus programas de mano.
Garrett, estudiante de Itzhak Perlman, un brillante violinista, interpreta una pieza más del concierto que ha llamado "Clásico", "Leyenda" de Henryk Wieniawski. Más aplausos festivos, enloquecidos.
La segunda parte del programa con obras de compositores como Pablo de Sarasate, Antonin Dvorák, Sergei Prokofiev, Fritz Kreisler, Vittorio Monti, Edward Elgar, Piotr Ilich Chaikovski y Antonio Bazzini es una oportunidad para escuchar la pirotecnia de sus trazos sonoros. Se descrubre entonces un David Garrett que va de la elegancia al estruendo, de la sutileza al malabar.
Se devela un músico con personalidad encantadora, que habla en cada pieza para explicar a sus fans lo que le une a ellas, ya se un recuerdo de infancia, un maestro, años de aprendizaje. Serán particularmente sorprendentes sus interpretaciones de "Csárdás" de Monti y "Polonesa" de Wieniawski.
El Palacio de Bellas Artes termina por rendirse ante el violinista, pero es una rendición maniatada porque no se escuchan los gritos desgañitados del Auditorio Nacional donde se ha presentado, gritos que son capaces de opacar al Stradivarius del artista. La única referencia al Coloso de Reforma es la actitud de los miembros de seguridad que se han empeñado en prohibir grabación alguna con celulares, su toscos movimientos por la sala son tan llamativos que provocan que el propio Garrett interrumpa en dos ocasiones el recital para preguntar si todo está en orden.
La joven admiradora, como los más de mil asistentes, se ponen de pie. "¡Bravo!", se escucha desde diversas zonas de Bellas Artes. Ella estira los brazos para que se escuche más fuerte su devoción. Garrett reparte sonrisas, se lleva la mano al pecho. La audiencia mexicana le ha declarado su amor sin condiciones.