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El teatro no debe tener otra moraleja que la opinión de los espectadores. Sin embargo, vivimos un momento histórico que resulta necesario hablar con énfasis y aludir a la realidad que circunda el escenario donde presentamos nuestra versión de los sueños.
Esta noche hacemos teatro en un país amenazado. El presidente más poderoso de la Tierra ha lanzado una cruzada contra los mexicanos y construye un muro empeñado en demostrar que las divisiones y la desconfianza son formas de protección.
El teatro existe para derribar muros. Necesita de los otros y busca la universalidad. En cada foro ocurre el milagro de lo que es local sin fronteras. Un escenario es un territorio abierto a la bondad de los desconocidos y las novedades que vienen de lejos. No tiene aduanas ni pasaportes, pero se desarrolla en un lugar preciso: este espacio, que está en México. Inevitablemente, somos de aquí, y lo somos de muchas maneras. No hay instrucciones para ser mexicano. Basta querer serlo para saber de qué color pinta el verde, sin importar de qué color sea nuestro rostro.
Refrendamos la permanente novedad de una patria que no depende de próceres, proclamas o demagogias, sino de ciertos atardeceres, manos cómplices, el olor de la tierra quemada, la picadura del ajonjolí, a la que se refirió el poeta.
No nos une un gobierno y en ocasiones el mayor patriotismo consiste en defender al pueblo de su gobierno. Nos une la amenaza. En contextos de discriminación, la identidad se hace evidente por sí sola. Cobra una fuerza cabal y necesaria.
La calumnia es una distorsión voluntaria de la verdad; el teatro es lo contrario: una representación que construye una verdad simbólica. Contra el torrente de mentiras digitales que surgen de la Casa Blanca, proponemos un acto de presencia, la sinceridad del cuerpo y la palabra: el teatro.
Donald Trump dispone de un arsenal inconmensurable. Nosotros también: tenemos el teatro, que imagina el mundo. Con los recursos de lo que puede ocurrir en escena, defenderemos la irrenunciable costumbre de ser mexicanos.