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Clínica de Periodismo
En la intimidad de su estudio, Amparo Dávila (Zacatecas, 1928) bebe refresco sin hielo, pues está un poco ronca; después de ofrecer la semana pasada una conferencia sobre su obra, la precursora del cuento fantástico en México ha retomado en los últimos años su trabajo tras un largo periodo de silencio.
A 40 años de ganar el premio Xavier Villaurrutia con Árboles Petrificados aún escribe semblanzas y breves poemas que revisa apoyándose de una lupa, acompañada de su hija Luisa. Hoy, en su cumpleaños 89, la “alquimista” narra su más bello cuento, su vida.
¿Desde niña jugó con la ficción?
Pinos, donde nací, era un pueblo minero, ahí pasé mi infancia, me gustaba recolectar piedras, a esa edad pensaba que las podía convertir en oro y a las flores en perfumes. Era una alquimista totalmente, pero la verdad es que yo ni si quiera sabía que era la alquimia.
Y su primer acercamiento a la escritura, ¿cuándo fue?
A mis seis años nos mudamos a San Luis Potosí, mis padres me inscribieron en una escuela católica. Gracias a la biblia yo conocí el Cantar de los Cantares, que fue traducido por Fray Luis de León, es un canto de Salomón a su amada, es bellísimo, es el canto de amor más hermoso que he conocido.
¿Los Salmos la incitaron a escribir poesía?
Un amigo de la infancia, Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa, fue un poeta y escritor maravilloso, fundó una revista que se llamó Estilo. Él escribía salmos y sabía que yo también lo hacía, así que me invitó a colaborar. No me interesaba dar a conocer lo que escribía y fue cuando él me recordó que uno debe de compartir lo que Dios nos da. Salmos bajo la luna fue el primer libro que escribí porque mi amigo me convenció que le diera cinco salmos. Gustaron tanto que me empezaron a pedir colaboraciones de varias revistas; como una de Guadalajara, que era dirigida por Emanuel Carballo, se llamaba Ariel. Me escribían de varios lados y casi casi me obligaban a colaborar.
¿Fue Alfonso Reyes quién la llevó del verso a la prosa?
Pasaron muchos años desde que llegué a la ciudad de México, ya había publicado varios libritos de poesía y don Alfonso quiso que yo practicara la prosa, él decía que era importantísimo para cualquier manifestación literaria, la prosa tenía que ser impecable. Yo escribía, pero no sabía que resultaban cuentos. Pensaba que era como los niños cuando juegan con barro y les salen palomitas; lo mismo hacía yo un ejercicio de gramática y me salía un cuento. Don Alfonso me dijo “son cuentos y son cuentos buenos, los vas a publicar”, pero también me negaba, siempre me he negado. Al final me convenció y fui dando uno por uno a las revistas que en ese tiempo eran las más importantes, la Mexicana de Literatura, la Revista de la Universidad de México y la Revista de Bellas Artes.
Su primer libro, Tiempo Destrozado, se lo dedicó a su padre.
Sí, por varios motivos. Mis padres se divorciaron, vivíamos en San Luis Potosí y mi padre no quería que viniera a la ciudad porque sentía que no tenía ningún caso. Traté que entendiera que quería estudiar, porque en San Luis no había preparatoria. Él se negó rotundamente, a pesar de eso me vine con mi mamá. Mi padre vio lo irremediable y me dijo: “Haz lo que quieras, menos el ridículo”. Y creo que no lo he hecho. Le dediqué mi primer libro porque quería que tuvieramos buena relación.
¿Dónde surge la ficción que narra?
No sabría decirle de dónde surge, sencillamente surge, y claro, algunas son experiencias vivenciales. Soy una persona muy sensorial, cualquier cosa me emociona, bueno, no cualquier cosa, pero por ejemplo una música o un paisaje, sencillamente ver un árbol en una calle sola me va causando impresión, y después, sin que yo me proponga, se presenta una vivencia asociada con mi emoción y surge un cuento. Pasa el tiempo y el cuento se va yendo por sí sólo, imagine que le salen alas y se va volando, ya no me necesita.
Usted tiene un fuerte vínculo con el jazz y Poe, que al mismo tiempo la unen con Julio Cortázar.
Alguna vez escuchamos jazz juntos porque mi marido, Pedro Coronel, hizo una exposición en París. Julio supo que yo iba a ir y quiso que me llevaran a su casa; el plan era hacer un recorrido por Europa, pero cuando conocí a Julio me fue tan importante su conversación, la presencia de él y de su esposa Aurora Bernárdez, que me quedé con ellos, me llevaron a Versalles y por todo París. Julio creía que yo había leído muchísimo a Edgar Alan Poe y cuando se enteró que no fue así, me preguntó que cómo era posible si tenía tanta cercanía con él. Le expliqué que no lo había leído porque me impresionaba tanto que cuando lo leía me enfermaba y me llegaba la colitis. Entonces él me regaló un libro de Poe que tradujo cuando se casó con Aurora y me hizo prometerle que iba a leer una paginita diaria hasta que ya no me diera la colitis.
En 1977 publicó Árboles Petrificados, ese mismo año ganó el Xavier Villaurrutia. ¿Cómo lo recuerda a 40 años de su galardón?
Eso si me da mucho gusto porque siempre pensé que lo que escribía no podía interesar a nadie, entonces al darme cuenta que sí había lectores de mis cuentos me hizo sentir muy feliz. Árboles Petrificados fue el resultado de la beca del Centro Mexicano de Escritores, tenía como tutores a Juan Rulfo y Juan José Arreola. Mis compañeros y amigos eran José Agustín y Salvador Elizondo. Jamás imaginé que esa obra fuera la ganadora. Aún ahora me pregunto para qué me lo reeditaron.
Escribió 32 cuentos entre 1959 y 1977, una producción muy prolífica, pero después hubo silencio…
Yo tuve una hija que estaba muy enferma. Me dediqué en cuerpo y alma a cuidarla y deje de escribir. Había veces en las que estaba todo un mes en el hospital, imagínese si podía hacer algo además de atenderla. Tristemente murió y quedé tan adolorida, como si me hubiesen mutilado. Es un dolor innegable y todos esos problemas maternales me impidieron que trabajara en una producción ininterrumpida. Para mí, la literatura es como un gran amor, un amor al que no le he sido una amante constante, pero tampoco infiel porque vuelvo a ella y siempre me tranquiliza.
¿Usted sigue escribiendo?
A veces escribo poesía o cuento y revivo lo que quiere salir. Han salido poemas breves que tal vez publique.
Dávila comparte un pensamiento sobre cómo quisiera que fuese su muerte: “Quiero irme/ un día soleado/ de una primavera reverdecida/ llena de brotes y retoños/ de pájaros y de flores,/ a buscar/ mi Jardín del Edén,/ mi Paraíso Perdido,/ a gozar de los frutos/ de la vid y de la higuera,/ el perfume de los cerezos/ y los naranjos en flor/ y el calor del sol/ que no se oculta nunca.”