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La Segunda Guerra Mundial dejó casi trece millones de niños muertos y, en 1945, solo en Bielorrusia, vivían en los orfanatos unos veintisiete mil huérfanos, resultado de la devastación producida por la guerra en la población de ese país. A finales de los años ochenta la Premio Nobel Svetlana Alexiévich entrevistó a aquellos huérfanos y compuso con sus testimonios el relato de una de las mayores tragedias de la historia. Ahora, 30 años después de ser publicado, se traduce al español y ha llegado a México el libro Últimos testigos (Debate, 2016).
Según la crítica, este libro que de acuerdo con The New York Times fue uno de los más importantes de 2016, constituye un retrato personal y profundamente conmovedor del conflicto en el que la propia autora no interviene más allá del prólogo. Son sus protagonistas los que hablan conformando con sus palabras una especie de memoria coral de la guerra, original, auténtica y fascinante.
“Una y otra vez la guerra aparece como telón de fondo de ese bajorrelieve interminable que la periodista bielorrusa ha tallado sobre la tragedia humana”, escribió Jesús Ceberio en el suplemento cultural Babelia del periódico El País.
El volumen que tiene un precio que ronda los 200 pesos, cuenta también con la publicación de “Sobre la batalla perdida”, discurso de aceptación de la Nobel de Literatura 2015.
Últimos testigos, de 334 páginas, abre con una cita de una revista de 1985, a modo de prefacio: “Entre 1941 y 1945, durante la Gran Guerra Patria, murieron millones de niños soviéticos: rusos, bilerorrusos, ucranianos, judíos, tártaros, letones, gitanos, kazajos, uzbekos, armenios, tayikos”.
Así como con una pregunta, tomada de Dostoievski: “¿Puede haber lugar para la absolución de nuestro mundo, para nuestra felicidad o para la armonía interna, si para conseguirlo esta base, se derrama una sola lágrima de un niño inocente?”.
El coro se conforma por más de cien voces cuyas historias tienen títulos desgarradores: “¿Por qué le han disparado a la cara? Mi mamá era tan guapa”, “Todos los niños nos cogimos la mano”, “Estuve esperando a mi padre mucho tiempo. Toda la vida”, “Los perros la trajeron a pedazos”, “Les atraía el olor humano”.
Uno de los relatos es de Leonid Shakinko, pintor, quien cuenta cómo cuando tenía 12 años de edad, fue testigo del fusilamiento de catorce personas, todos parte de una aldea que pretendieron acabar en un día caluroso. “Aquél día, nadie lloraba. No hablábamos. Ya entonces eso me resultó muy extraño”.
Así como el de Varia Virkó, una tejedora que cuenta en “Enterramos al abuelo debajo de nuestra ventana” que a la edad de seis años vio cómo asesinaron a su abuelo en las puertas de su casa, y cómo la policía prohibió a la familia que fuera sepultado. “Al tercer día mi abuela se puso a picar la tierra para hacer un hoyo debajo de la ventana. Estábamos a cuarenta bajo cero. Cuando hace mucho frío es muy difícil cavar una tumba. Yo tenía siete, no, ocho años”.
Sobre su trabajo y motivaciones, la periodista habló en su discurso de entrega del Nobel: “Yo he vivido en un país donde nos enseñaban a morir desde que éramos niños. Nos instruían en la muerte. Nos explicaban que el ser humano vive para entregar su vida, para arder, para sacrificarse. Nos enseñaban a amar al hombre que lleva un arma en las manos. Si hubiera crecido en otro país, no habría sido capaz de culminar este camino. El mal es implacable, hay que estar vacunado contra él”.