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cultura@eluniversal.com.mx
Un vehículo proveniente de la Ciudad de México detuvo violentamente su marcha al aproximarse a Tetlapayac, en el estado de Hidalgo. Estaba siendo asaltado por bandoleros montados a caballo que tenían como objetivo secuestrar al estadounidense Hunter S. Kimbrough. Entre los forajidos había tres soviéticos provistos de cartuchos y armas de seis balas. Tremendo susto se llevó Kimbrough antes de darse cuenta de que había sido blanco de una broma espectacular orquestada por el cineasta Sergei M. Eisenstein, su asistente Grigory Alexandrov y el camarógrafo Eduard K. Tissé. Kimbrough era representante y administrador de Upton Sinclair, productor de ¡Que viva México!, que a la sazón realizaban los bromistas soviéticos. El desenlace ya lo conocemos: las presiones económicas y las tensiones entre el administrador y los cineastas impedirían la finalización de una película que ningún juego humorístico sería capaz de salvar.
Eisenstein arribó por primera vez a la Ciudad de México el 7 de diciembre de 1930. Con anterioridad había realizado cuatro películas que ya para entonces eran referencia de la cinematografía de vanguardia: El acorazado Potemkin (1925), Huelga (1924), Octubre (1927) y Lo nuevo y lo viejo (1927-1928). Un encuentro con Diego Rivera en San Francisco lo llevó a generar el proyecto de su película mexicana. Mary Craig, esposa de Upton Sinclair, invirtió y reunió fondos para el rodaje que en teoría habría de realizarse en tres o cuatro meses. Ese periodo apenas fue suficiente para que los soviéticos exploraran un país que se les reveló inmensamente diverso.
Eisenstein en México
Su presencia llamó la atención del Estado mexicano, Eisenstein y su equipo fueron encarcelados brevemente tras la sospecha de que esparcían ideas comunistas. Otra preocupación gubernamental fue que el filme proyectara una imagen de México en contra de sus intereses, por lo que se formuló un contrato con el compromiso de ignorar temas políticos o sociales, y de trabajar al lado de artistas mexicanos que asesorarían personalmente a Eisenstein. Adolfo Best Maugard y el escritor Agustín Aragón Leyva cumplirían esa función, y junto con otros artistas e intelectuales lo introducirían a la cultura, la historia, la arqueología, la música, las costumbres (el territorio y su gente) y el arte del país. Armado con un poderoso bagaje, Eisenstein gestó una visualidad transformadora.
Otras fuentes visuales e informativas también serían clave en la formulación de una idea global acerca de México; por ejemplo, el libro Idols Behind Altars, de Anita Brenner, en el que Eisenstein se encontraría por primera vez con la obra del muralista David Alfaro Siqueiros, del grabador José Guadalupe Posada y de los fotógrafos Edward Weston y Tina Modotti.
Eisenstein encontraba fascinante la forma en que se celebraba y se temía a la muerte en México, y al mismo tiempo le interesaba reflejar la “historia viva” del país.
En una carta enviada a Upton Sinclair escribió cómo visualizaba México en conjunto y de qué manera trasladaría esa idea a su filme: “Un sarape es la manta a rayas que viste todo mexicano. Igualmente rayadas y violentamente contrastantes son las culturas de México, que corren una junto a la otra y al mismo tiempo están a siglos de distancia…Tomamos la adyacencia contrastante e independiente de sus violentos colores como el motivo de construcción de nuestro filme”. Ideó entonces una película compuesta por un prólogo, cuatro capítulos y un epílogo.Cada segmento contaría una historia distinta y estaría ambientada en una geografía diferente, no obstante las historias se conectarían a través del tema de la vida y la muerte.
El rodaje
El Ilustrado publicó las innovadoras imágenes del material que iba rodando. Algunos cuadros del prólogo aparecieron en junio de 1931, en el reportaje Los indios del señor Einsenstein [sic] firmado por A.F.B. (probables siglas de Adolfo Fernández Bustamante). Si el tema de la película era el círculo eterno que une las puntas entre la muerte y la vida, el capítulo introductorio evocaría la eternidad “entre templos paganos, ciudades sagradas, majestuosas pirámides; en los dominios de la muerte”. Las ruinas de Yucatán y los rostros dolientes de sus habitantes posados sobre un ataúd, serían sucedidos en imágenes por un entierro simbólico que para Eisenstein era “una despedida ritual a la antigua civilización maya”.
El entierro también se vio en Lo que en México hace Einsenstein [sic]. La imagen de los hombres en un punto de vista en contrapicado que cargan un ataúd sobre sus hombros, era la interpretación del mural inconcluso de Siqueiros El entierro del obrero sacrificado. A través de correlaciones como ésta, investigadores como Eduardo de la Vega concluyeron que la importancia de la obra inconclusa de Eisenstein radicó en haber trasladado la iconografía y la majestuosidad del muralismo a la pantalla cinematográfica. Eisenstein condensó las imágenes de lo supuesto mexicano en impresos populares como las postales y los calendarios, con las grandes obras de Siqueiros, Rivera, José Clemente Orozco, Jean Charlot y Roberto Montenegro, en adición de los esquemas del constructivismo soviético.
Las representaciones de “lo mexicano” que de ahí surgieron tocaron las producciones posteriores del cine nacional y en otras resoluciones visuales paradigmáticas y totalizadoras que aún sobreviven en la actualidad.
De acuerdo con la biografía de Marie Seton, al entierro maya seguiría el episodio “Fiesta” que mostraría “la belleza que los españoles dieron a la vida mexicana” a través de la arquitectura, los trajes y las corridas de toros. Los protagonistas fueron el torero David Liceaga y el picador “Baronita”, que figuraron en el reportaje de nombre Einsenstein, el magnífico [sic]. También se desplegaron fotografías del episodio Zandunga, filmado en el istmo de Tehuantepec. Éste narraba los ritos de cortejo entre la joven Concepción y su novio Abundio. La muerte estaba en la fiesta taurina y la vida en la fecundidad del istmo.
La muerte y, en contraposición, lo vital, eran presencias ineludibles.
La crueldad, la venganza y la tragedia serían el tema del siguiente episodio, titulado Maguey. Algunas imágenes suyas se habían visto con anterioridad en Lo que en México hace Einsenstein. En el reportaje de A.F.B. vemos a Eisenstein y a Tissé detrás de la cámara. De la lente se desprenden dos líneas que simulan su ángulo de visión, y el ángulo abraza las imágenes del material rodado en Tetlapayac, una hacienda pulquera localizada en el valle de Apam, en el estado de Hidalgo.
La pintora Isabel Villaseñor aparece en Maguey como María, la novia de Sebastián, un peón de la hacienda personificado por un habitante de esa población. Las sombras de una arcada nos permiten imaginar los pasillos de la hacienda que María caminó antes de ser ultrajada por uno de los invitados de su patrón. La venganza de Sebastián se adivina en la fotografía donde lleva cananas sobre los hombros.
También lo vemos suplicante y recargado en la pared en actitud de entonar el “Alabado”, que el mismo Eisenstein escuchó cantar por un grupo de hombres una madrugada en Tetlapayac y que también figura en la poderosa puesta en página del reportaje Los indios del señor Einsenstein.
A.F.B. publicó además Einsenstein, orientador [sic] y Tetlapayac que dejaron ver más imágenes de la hacienda, de sus campos de magueyes y detalles de los tlachiqueros. También descubren fragmentos de la dramática escena en que Sebastián muere enterrado y atropellado por los cascos de caballos. Otro galope hacia la muerte.
El final de la historia...
El último episodio, Soldadera, no llegaría a filmarse. Adquirir fondos era tarea imposible, y los malentendidos entre Eisenstein y Kimbrough se profundizarían en los últimos meses de 1932. En enero de 1933 terminó la filmación. Los rollos de ¡Qué viva México! habían sido enviados a revelar en laboratorios de Los Ángeles y Eisenstein nunca tuvo oportunidad de editar el material que había filmado ante la negativa de Sinclair.
De nuevo, A.F.B. dio seguimiento a la polémica entre Eisenstein y su productor. Entre septiembre de 1932 y febrero de 1933 acusó a Upton Sinclair de pretender editar la película sin respetar el argumento del director, también de la intención de venderla en fragmentos. Defendió la ética de trabajo de Eisenstein y señaló la mala administración de Kimbrough, a quien también culpó de sembrar desconfianza en Sinclair.
Éste publicó su defensa en enero de 1933. Por otro lado, bromas como la del secuestro y del envío intencional por parte de Eisenstein de un baúl lleno de dibujos eróticos y fotografías explícitas al “puritano” productor, que lo mantuvo dando explicaciones en la aduana estadounidense por dos días, enfurecieron a Sinclair justo antes de que Eisenstein se trasladara a Los Ángeles para negociar la edición de la película. Los arranques satíricos no fueron bien recibidos y sus consecuencias fueron desastrosas.
Después de 53 mil metros de cinta filmada y catorce meses de estancia en México, el viaje del director soviético terminó. Nunca volvería a México. Se embarcó en Nueva York hacia Europa el 19 de abril de 1933. Algunas escenas del epílogo alcanzaron a ser filmadas cuando el equipo de cineastas se acercó al gobierno mexicano para intentar financiar la realización del último episodio. Mujeres y hombres bailaban rumba con máscaras de calavera, “en una muesca irónica de vida y muerte”, escribió Eisenstein.
Las ruedas de la fortuna y los carruseles en una feria dibujaban círculos, de nuevo los de la vida y la muerte. La opresión y la violencia de Maguey y la lucha revolucionaria en Soldadera, darían paso a un capítulo final en el que peones, proletarios y niños triunfaban, pues al descubrir sus rostros la cámara se encontraría con una sonrisa esperanzadora. En cambio, los personajes de las clases dominantes, contemporáneos y del pasado, no tendrían piel, ni rostro, sino el cráneo hueco de una calavera al retirar sus máscaras.
Eisenstein escribió años después: “Quien no sea mexicano no debe reírse de la muerte. A quien osa reírse lo castiga la terrible diosa de la Muerte. A mí me envió la muerte de esa escena y la muerte de toda la película”. Sin embargo, añadía, no había quedado en deuda con ella. La presencia de Eisenstein resultó una fuerza renovadora que generaría múltiples e insólitas visiones sobre México.