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Estamos frente a las estrellas, la de los anillos es Saturno y las más lejanas a la nave forman la constelación de Orión, el cazador. Al centro del escenario del Teatro Julio Castillo hay una estructura octagonal que cuelga de las tramoyas especialmente diseñadas y colocadas para esta puesta en escena. Alrededor de la estructura, también suspendidos, hay 24 asientos y 12 canastillas que simulan ser las estrellas del universo creado por Richard Viqueira.
En la obra Bozal, la única obligación que tiene el público es volar, dice Viqueira mientras dirige y ultima detalles para una función. La luz en los teatros es escasa, pero en esta ocasión está ausente, porque en el espacio exterior ni la intensidad de los astros ilumina la totalidad de la nada negra y profunda.
“Bozal tiene que ver con un epígrafe del ruso Yuri Gagarin, primer astronauta en viajar al espacio, quien dijo: ‘Todavía hoy no sé si soy el primer hombre o el último perro en volar al espacio’”, dice el director Richard Viqueira en referencia al título de la obra, en la que se explora la conducta humana en su expresión más salvaje y esta forma de reprimirla, como si se tratara de animales, con un bozal.
Viqueira está seguro de que esta es la primera y última temporada de Bozal, ya que por su naturaleza, es una obra que difícilmente puede ser llevada a los teatros del país, pues toda la infraestructura ocupada en este proyecto se hizo exclusivamente para la puesta, además de que fueron modificados los elementos mecánicos del teatro.
Un técnico llama a Viqueira para ajustar las pruebas de sonido e iluminación, para corregir hasta el último detalle, pues los espectadores están por ingresar al teatro. Desde la puerta ya son claros los comentarios y las especulaciones: “¿Entonces si es verdad que nos elevan como si voláramos?”, se escucha entre la multitud que espera impaciente.
La hora del despegue se acerca. En el vestíbulo del teatro están los coordinadores y equipo de producción de la obra, personal de protección civil y 51 personas, 36 que volarán y 15 que se quedarán en la superficie acostados sobre colchones en el suelo para observar la historia, como si ésta fuera para mirar una noche de estrellas fugaces y cometas, donde una nave tripulada por dos hombres: el piloto y el comandante, despegará hacia la Luna.
Uno a uno, los espectadores firman una carta en la que se comprometen a cumplir las medidas de seguridad propias de un viaje espacial, son pesados en una báscula para determinar qué lugar ocuparán alrededor de la nave y se les coloca un casco y un arnés del que estarán sujetados a una línea de vida de acero durante la función.
En el escenario oscuro —que al mismo tiempo funciona como sitio de acción dramática y de expectación— se pueden ver tres figuras humanas, y debajo de él, se alcanza a definir una habitación blanca totalmente iluminada, que proyecta su luz al exterior a través de un cristal sobre el piso.
En el escenario, un hombre semidesnudo se mueve por todo el espacio, la forma en que lo hace simula una caminata en gravedad cero. Dentro de la nave, un hombre vestido de astronauta entrena la voz, se preocupa porque cada palabra que diga sea clara y se proyecte al espacio. Afuera de la nave, un tercer hombre, también con traje espacial y casco, parece paciente y tranquilo, él sabe que no dejará la Tierra.
Llaman a los espectadores, cada uno de ellos ocupará una estrella (canastilla) y volará sobre ella. Los encargados de coordinar el ingreso los acompañan a su sitio destinado. Una chica dice: “¡Qué nervios, vamos a volar!”. Esto es un primer indicio de lo que promete la noche y también un objetivo importante de la obra que se gestó hace 10 años en la cabeza de Viqueira y que ahora se materializa en esta propuesta escénica organizada por la Secretaria de Cultura y la compañía Kraken.
La obra no sólo rompe con la cuarta pared, la destroza y revoluciona el concepto de teatro clásico.
Ya todos en su estrella, bien asegurados, escuchan las últimas indicaciones para el despegue, la más importante: “Terminada la obra, por favor espere a que un elemento de protección civil lo asista para bajar”, y es que quizá, el regreso a la Tierra puede ser igual de arriesgado que la partida.
Dentro de la nave se descubre que el hombre no está semidesnudo, está completamente desnudo, vulnerable. ¿Cómo será estar desnudo lejos de la Tierra?, nadie lo sabe.
Los transbordadores espaciales expulsan una especie de humo, en poco tiempo el ambiente es denso. La nave se ilumina. El piloto y el comandante se enfrentan en un combate cuerpo a cuerpo, se elevan y con ellos las primeras estrellas que quedan a una altura de 10 metros sobre el escenario.
“¿Por qué estoy desnudo?, ¿qué hago aquí?, ¿dónde estamos?, ¿por qué me desnudaste?, pregunta el piloto al comandante, este último no tiene las respuestas. Así, ambos personajes —interpretados por Omar Adair y David Blanco—, comienzan una lucha por no perder el equilibrio mental, lucha que los conduce a una inminente locura, donde lo único que los une a la Tierra es el recuerdo y un insistente anhelo de regresar a ella.
El comandante recuerda a su hijo, un niño enfermo que, como su padre, quiere ser astronauta y llegar a la Luna. Un globo se eleva hasta el techo del teatro, simboliza el deseo del pequeño en conquistar el universo. Un tercer personaje, el controlador, ordena quitar el mando al piloto debido a su estado de locura y encomienda la misión al comandante, quien parece más cuerdo.
El menor muere en la Tierra —cae el globo que representa la Luna y explota al tocar el suelo—, el controlador informa al comandante que su hijo ha caído del tejado en un intento de volar al espacio para alcanzarlo. El comandante pierde la esperanza. Ambos tripulantes están emocionalmente destruidos.
Unas estrellas ascienden y otras descienden. Algunos espectadores quedan metros arriba de la nave, otros a la altura de ésta, mientras que el resto permanece por debajo. Es ahí cuando vienen a la mente las palabras de Viqueira sobre las perspectivas de la obra. “Me interesa mucho que el público mire el objeto de manera desfragmentada, es decir, desde tres perspectivas. Una, como quien ve despegar una nave; dos, como mirar de frente, directamente a los ojos; y tres, como nos vería alguien desde el cielo, llámese divinidad o extraterrestre”.
Sumergidos en la fatalidad, totalmente convertidos en seres feroces, esto a referencia del otro epígrafe que sugiere la obra: “Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro”, de Plauto, es el punto donde Viqueira cumple con lo prometido, la monstruosidad como tema central, donde los dos personajes dependen uno del otro y ahora que no están unidos a la Tierra se vuelven temerosamente salvajes.
En la parte final, las estrellas con los espectadores a mayor altura descienden, los de menor altura, ascienden. El comandante y el piloto ya han cortado comunicación con la zona de control. El piloto, totalmente desquiciado, propone al comandante colonizar otros mundos como si ambos fuesen Adán y Eva, literalmente. El comandante acepta la propuesta que él mismo sabe no se cumplirá, pues violentamente da muerte a su compañero, abandonándolo en el universo recreado por el espacio escénico en el que los tres actores han reconstruido una simulación de viaje espacial. El temor de lo desconocido toma al comandante, quien hace explotar la nave. Ahora el silencio del espacio exterior llena el teatro, no hay más que el público sobre las estrellas. El silencio es como el del universo, confuso y eterno.
“Por favor, permanezca en su asiento hasta que un elemento de seguridad lo asista para bajar”, dice una voz. Al fondo, frente a las butacas vacías, está Richard Viqueira, se acerca un joven a él y le da mano mientras dice: “Gracias Richard, nunca llegué a la Luna, pero tampoco estuve en la Tierra”. Viqueira le agradece.