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ssierra@eluniversal.com.mx
Alrededor de Carla Rippey siempre ha aparecido el cambio, pero la identidad de aquella niña que creció entre libros, metáforas y fotografías, y que se volvió artista, se ha mantenido. Aunque su obra se tornó más conceptual en los años 90, conservó en las piezas —grabados, dibujos, intervenciones, instalaciones y libros de artista— una poética personal, una pregunta a la mirada del espectador o del voyeur, la soledad de sus mujeres, y también la relación con la historia, la fotografía y la literatura que heredó de sus padres.
Hasta el 30 de octubre se exhibe en el Museo de Arte Carrillo Gil la muestra Carla Rippey. Resguardo y resistencia. Exposición retrospectiva 1976-2016, con 90 obras y bajo la curaduría de Carlos Palacios, que revisa cuatro décadas de producción de la artista nacida en Kansas en 1950, que reside en México desde 1973 y que aquí ha desarrollado su obra, donde además es directora de la escuela de La Esmeralda.
—Hace 30 años estuvo en este museo la que has llamado tu exposición más notable, ¿qué recuerdas?
Fue la primera individual o grande. Recuerdo que estaba en unas salas que no existen, ya cambiaron todo. Fue un gran ejercicio, había hecho tres o cuatro exposiciones más chicas, pero era crear un cuerpo más extenso.
—Al hacer la retrospectiva ¿qué encontraste? ¿cómo fue el mirar todo?
Lo imaginé más como una posibilidad de ver, quizás, cómo ha cambiado la práctica del arte en México, desde que llegué hasta ahora. La verdad es que ha cambiado más de lo que he cambiado yo. Vi lo que pasaba en medio y quería expandir lo que hacía, pero el núcleo de lo que estaba haciendo siempre era lo mío.
Soy de la generación de los 50, una generación muy fuerte, pero en los 90 empezó la globalización y hubo un cambio en el arte muy grande: las ferias de arte, el rol del curador. Hoy lo que afecta mucho el mundo del arte en México y otras partes es la concentración de la riqueza, hay más concentración hasta en países que se consideran más democráticos, como Estados Unidos, y ese dinero se está invirtiendo en comprar arte, pero las personas de en medio no tienen para comprar arte. Es un mercado del arte muy influido por la especulación. El arte se ha vuelto como la moda: los mecanismos que operan en el mundo del arte son parecidos a los del mundo de la moda.
—¿Qué te dejó el arte conceptual?
Lo que pasó a principios de los 90 es que la idea de proceso se volvió mucho más importante y hubo un movimiento de arte neoconceptual. A mí me sacó de mi zona de confort, me hizo extender mi forma de hacer las cosas; crecí mucho. No que me quedé solamente con el grabado y el dibujo, empecé a hacer ensamblajes, objetos, libros de artista. Había empezado a experimentar en los 70, pero lo racionalicé más.
—¿Un proceso de reinvención?
Sí, uno tiene que reinventarse porque sino empieza a repetirse. Es ahondar, extender lo que puede decir.
Lo que me ayudó mucho en los 90 fue trabajar con la idea de los artistas marginados, los outsiders artists, empecé a leer literatura sobre ellos, porque, de repente, la práctica del arte dependía tanto de atender lo que se estaba privilegiando, y los outsiders, sin noción del mundo del arte, como Henry Darger, estaban haciendo la obra que tenían que hacer o que les hacía la existencia valiosa. Eso me ayudó a centrarme; lo importante es la obra que uno hace para uno; luego ves cómo la negocias con el mundo exterior.
—La dirección de La Esmeralda y la docencia ¿qué te han dado?
Lo que me dio, en primer lugar fue un mundo que no fuera mi casa, las galerías o las fiestas. Porque si uno es artista independiente realmente no está interactuando con la gente; me sentía muy aislada. Me sentí muy contenta de entrar a La Esmeralda porque te da una plataforma para ver la cultura. Me daba el contacto con los chavos y era estar muy en el medio, en vez de estar aislada. Tiendo a ser un poco solitaria, eso me obligó a estar con la gente.
—Las mujeres de tu obra casi siempre están solas...
Creo que algo hay de eso. Crecí en una familia de cuatro niños, fue una familia bastante unida, pero nos mudamos mucho. A los 18 años ya había vivido en 12 casas. Con eso de la mudanza, la identidad de uno sigue pero lo que está viendo va cambiando. Aunque tengo amigos, creo que lo se refleja en mi obra es esa esencia solitaria.
—¿Al intervenir algunas de fotos y obras preexistentes buscas cambiar la historia escrita, la oficial?
A veces sí, es porque me hace ruido la historia original. Por ejemplo, con las imágenes de mujeres desnudas, que fueron hechas para ciertos propósitos libidinosos. Me fascinan, por un lado, pero hay algo que no me gusta por otro, porque siempre pienso en ¿por qué lo hicieron? ¿por qué estaban ahí? ¿qué sintieron en esa situación? Trato un poco, en esas imágenes, de reconformar, pero por otro lado he usado esas imágenes como una forma de seducción hacia el exterior. Entraba en el juego y no entraba, al mismo tiempo.
—¿Qué tanto produces obra hoy cuando estás en La Esmeralda?
Hubo como dos años en que prácticamente no podía hacer obra. Estaba en la escuela 10, 12 horas al día, pero antes de entrar había hecho mucha obra y no la había expuesto, entonces pude hacer una exposición en Chile. Pero mi obra esos dos años fue la Escuela. Sí es complicado, pero México me ha dado mucho y siento que es una forma de devolverlo. Nunca había estado en una posición de dirigir a 400 personas, pero lo que había hecho antes me dio elementos para saber qué hacer, qué hacía falta, qué estaba pasando y qué no me gustaba. Fue muy bonita la oportunidad de ver si podía implementar cambios que creía. Lo importante es trabajar con la comunidad y ver juntos qué podemos hacer. En muchos sentidos ha funcionado, no está perfecto, hay mucho que hacer.
—¿Qué diagnóstico haces?
Lo que sentía es que se podía hacer mucho más. Aunque es una institución de gobierno y hay muchas restricciones, hay toda la burocracia y las reglas, de todos modos hay mucho que se puede hacer, más de lo que se estaba haciendo. Lo que queremos hacer es tratar, en vez de ser una escuela que produce artistas, de ser una escuela que produce seres creativos que puedan tener una incidencia propositiva en la sociedad, que aprendan a trabajar en equipo y a pensar analíticamente sobre lo que están haciendo. La sociedad no necesita 100 artistas más al año, pero sí 100 seres creativos que a donde lleguen puedan hacer que las cosas funcionen mejor. También tratamos de que sean buenos artistas, que sepan tratar con los curadores, las ferias de arte, que sepan armar un portafolio. Pero lo más importante es que aprendan a trabajar de forma colaborativa y a pensar críticamente sobre lo que están haciendo.
—¿Qué determinaron en ti las vocaciones de tus padres?
Todo está ahí. Mis dos papás eran muy lectores. Mi madre era más de la literatura; mi padre era fotorreportero y tenía interés por la historia. De mi mamá eso de la metáfora, trabajar con la literatura como forma de conocer el mundo. Tengo muchísimas fotos de mi papá, ya las he usado en las obras. Tengo planeada una serie de todas las fotografías que tenemos de mis hermanos y yo.