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ana.pinon@eluniversal.com.mx
Luis de Tavira, dice, nunca pensó en dedicarse a la dirección de escena porque estaba seguro de que quería ser actor; pero se convirtió en uno de los más grandes directores de su generación. La historia del teatro mexicano de los últimos 50 años no se explicaría sin su trabajo. Sin embargo, siguió actuando en teatro y cine, hizo breves apariciones en películas como Gertudris Bocanegra, a lado de Ofelia Medina, y en Modelo antiguo.
Pero su última actuación, al menos la última formal, ocurrió en 1983, en De la vida de las marionetas, bajo la dirección de Ludwik Margules en la sala Sor Juana Inés de la Cruz del Centro Cultural Universitario; con la escenografía de Alejandro Luna.
Más de 30 años después, Luis de Tavira regresa al teatro como actor, bajo la dirección de José Caballero, acompañado del actor Álvaro Guerrero para protagonizar la obra La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, con traducción de Caballero y con escenografía de Alejandro Luna. Está basada en el libro The Question of God, de Armando Nicholi, publicado en 2002 y el cual plantea un encuentro entre Sigmund Freud y C.S. Lewis, en el que debaten sobre Dios, el amor, el sexo y la vida.
En entrevista con EL UNIVERSAL, De Tavira, quien recientemente dejó la dirección de la Compañía Nacional de Teatro, habla acerca de esta obra de Ortiz de Pinedo Producciones que se presentará del 4 de agosto al 24 de septiembre en el Teatro López Tarso del Centro Cultural San Ángel; expresa su visión acerca del arte de actuar y su actual concepto de la dirección de escena. El autoritarismo que distinguió a su generación, dice, ha terminado.
Ha dicho que vivimos tiempos difíciles para el aprecio del arte de la actuación dramática.
Sí. Claro, ahora ponerme del otro lado me da otra perspectiva que complementa los largos años de mi vida que he pasado contemplando actores.
¿Qué es lo que más le gusta de los actores?, ¿su capacidad de qué?
De crear el mundo a partir de la capacidad que tienen de decirnos lo que es el mundo para alguien, es decir, su capacidad para personificar a otro, su generosidad para ser otro, para defender la causa de otro, para amar el amor de otro, para sufrir el dolor de otro.
Ha hablado de la obediencia de los actores. ¿Tiene que ser obediente?
Es lo que le toca a un actor. El arte de la actuación y el arte del teatro, el arte sin más, es un arte de obediencia, de seguimiento, de capacidad de escuchar, si te llaman por tu nombre, tú vas, obediente. El arte es una gracia y la gracia es gratis, es cuestión de abrirse para recibirla o para pedirla.
Eso implicará entrega y confianza en su director
La primera regla de la actuación es esa, dejarse dirigir. El teatro está fundado en la confianza, lo que produce este maravilloso arte colectivo es la confianza al tiempo que la adivinación, que la capacidad de intuir, de adivinar.
¿Cómo se siente confiando en José Caballero?
Muy agradecido, es un gran director de actores, es un colega estupendo que está allí. Entiendo a la dirección como la formulación del pensamiento rector, el mejor texto en una mala concepción del pensamiento rector puede resultar atroz y un buen actor puede resultar un fiasco. Un pensamiento rector sabe integrar todas las partes, las complementa, las potencia.
¿Qué le está dejando este regreso?
Preguntas. Muchas preguntas que complementan las que también me he hecho durante 50 años como espectador del trabajo de los actores. Eso. Experiencia. Estoy muy agradecido de que me hayan invitado a actuar. Yo no estaría aquí si no me hubieran invitado, no ha sido iniciativa mía, no me he propuesto dedicarme a actuar.
¿Qué le atrajo del texto?
Los factores para decirme a actuar son muchos, pero hablando sólo del personaje, diré que desde muy joven comencé a leer a Freud y no he dejado de leerlo y releerlo, me resulta fundamental para entender la esencia del arte dramático que es el enigma de la persona, del ser humano en tanto persona; la teoría de la personalidad planteada por Freud es de una hondura y de una lucidez que uno no deja de aprender. Sí, es controvertible, pero es un pensador indispensable en la historia de la modernidad. Es un personaje provocador y discutible, sin duda. Sin embargo, el personaje que me toca hacer no es precisamente Freud, es una ficción que intenta representar a ese Freud histórico, pero yo tengo que entender claramente que se trata de este personaje dramático que evoca al real pero no es igual. Este es un personaje creado por un dramaturgo basado en hechos reales y en situaciones imaginadas que nos plantea la presencia de una persona en el escenario y esa persona no sabe que es Freud y mucho menos sabe que es el Freud que nosotros vemos. Él zozobra al enigma de sí mismo en una situación límite extrema, está en el final de su vida, enfermo de un cáncer terminal incurable e inoperable, ha recorrido su vida entre polémicas, siempre cuestionado, ha tenido gravísimos problemas al interior de su propia sociedad psicoanalítica con sus propios discípulos, ha sido perseguido ideológicamente por muchos factores de la sociedad, es judío y es perseguido por los nazis, se ha tenido que exiliar de su patria, huyendo y enfermo llega a Londres.
La obra sucede el día en que Inglaterra decide entrar a la guerra tras la invasión de Polonia por parte de los nazis. En medio de toda situación límite aparece la autenticidad de lo que somos, y el personaje está en una situación límite y aparece en la forma de una pregunta, la pregunta por la existencia, la pregunta por la finitud de lo que somos y la pregunta por la posibilidad de la trascendencia. Esto es lo que se debate en un encuentro que pareciera ser, primero, una distancia del orden ideológico, pero que después se convierte en un encuentro humano en donde lo humano no está dependiendo de nuestras diferencias de pensamiento o de creencia sino en el aquí y ahora, y allí somos solidarios o no; entonces se vuelve un entrañable encuentro, una polémica feroz, angustiosa, una aventura solidaria que anuncia una posible amistad para la que ya no hay tiempo.
Si tomamos en cuenta sólo su último trabajo como director, El corazón de la materia, hay una coincidencia en el interés por abordar la crisis del espíritu.
Hay cosas en común en el sentido de las preguntas, lo que tienen en común son las preguntas; pero la diferencia abismal está en las respuestas. Por eso siento una invitación a ponerme del otro lado, como director, a ponerme en el horizonte del actor; como alguien que con sinceridad intenta ser creyente es también el intento de ponerme en la otra perspectiva, en la de aquel que se afirma agnóstico y ver desde allí las cosas. Se me han abierto muchas dimensiones. Un ateo suele ser alguien que afirma que Dios no existe, yo, como creyente, podría afirmar que los ateos no existen; nadie es ateo. ¿Qué es ser creyente?, ¿qué es ser ateo? Nuestro siglo se enfrenta a la necesidad de una renovación teológica profunda para superar formulaciones históricas de la civilización. La ciencia también tiene que plantearse sus límites ante el enigma de lo que tampoco puede ser demostrado ni ser indagado, y en medio de esta zozobra el corazón del hombre necesitado de esperanza.
¿La humildad es necesaria para trabajar con el director?
Sí, es la postura más inteligente. Humildad e inteligencia son casi sinónimos. La humildad es una capacidad de autoconocimiento y de contacto con la realidad, con lo que resulta real, frente a eso uno no puede más que ser humilde. El director también necesita humildad. El arte necesita humildad. Lo que es muy distinto de humillación, eso es otra cosa. La humildad es digna y la dignidad es humilde.
¿Se precisa también de un lazo amoroso entre actor y director?
Claro, el teatro es un acto de amor inmenso. Lo que no quiere decir apapacho. Alguien puede ser muy apapachante y otro puede no serlo, pero hay cordialidad, respeto y mucho amor a la escena, al teatro, al espectador.
El gremio suele coincidir en que el teatro hoy es más horizontal. Para muchos usted es uno los directores que entendió el teatro de manera vertical. ¿Cómo lo concibe ahora?
Así fue al principio. No lo concibo así ya, pero al principio tenía que ser así. Yo llegué al teatro cuando estaba desahuciado, por todos lados se hablaba de la muerte del teatro, que iba a desaparecer en esa década tremenda de los 60. El teatro detonó una eclosión de experimentos prodigiosos que hoy lo mantienen más vivo que nunca. Toda esa eclosión reformuló la esencia del teatro, supuso también la autonomía del teatro respecto de la literatura, respecto de otras tareas que lo dominaban, del empresario, del dramaturgo. Quedó claro que el teatro no era literatura, que era puesta en escena y al concebir al teatro de esta manera, apareció en escena un nuevo artista en la historia, que es el director en tanto autor de la puesta. El siglo XIX fue el predominio del autor, incluso todavía en la postura teatrológica se sigue entendiendo la historia del teatro como la historia de los autores dramáticos porque el teatro en sí mismo no es historiografiable, no hay una historia de los actores, nunca sabremos cómo fueron las representaciones del pasado. De modo que en aquel momento lo que aparece es la utopía del teatro como puesta en escena y eso exige a un nuevo artista que es el director. En aquel entonces esto se proponía en medio de un combate y en ese combate hubo un conflicto terrible por la hegemonía de la visión teatral entre autores y directores, así que nos peleábamos a muerte en una constante descalificación y lucha por el control de la última palabra en el hecho teatral. Esto dio lugar a una figura de director que tuvo que empoderarse lleno de autoridad. Goethe fue también director de escena y decía que el teatro necesitaba que el director fuera un dictador. Excesivo, pero así era el momento. El ejercicio de la dirección se convirtió en un ejercicio tremendamente vertical, de defensa de la visión del director, pero el tiempo nos fue enseñando que es al revés. Ya no pienso igual que antes. El director no es ningún dictador ni es el que tiene ninguna ventaja sobre nadie, es el que tiene la mayor desventaja, es sólo un servidor del trabajo de los demás; el texto no es suyo la mayoría de las veces, los actores son creadores autónomos, y nada de esto existiría sin el director, pero el director depende de todos ellos. Lo que te hace mejor director es ponerte al servicio de la creación colectiva, con enorme pasión y capacidad de conducción, lo cual supone pensamiento rector. El director es un inspirador, un detonador de la creación, es un hombre que convence, no alguien que vence. Y así es como lo vivo últimamente.