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La forma del poder en México ha experimentado un cambio bastante significativo en las últimas décadas. La manera en que se compactaban las funciones públicas más especializadas y estratégicas se fue erosionando y alejando de la órbita de influencia que las mantenía vinculadas a los poderes tradicionales, propiciando el nacimiento de instituciones dotadas de un ámbito de actuación institucional propio, en cuya evolución reivindicaron su total independencia política, y desplegaron su facultad de organizarse como mejor les acomodara, con el propósito de alcanzar más eficazmente las responsabilidades públicas asignadas.
Se sentaron las bases para que las funciones más sensibles y medulares para el Estado se ejercieran a través de instituciones autónomas caracterizadas por su colocación “por fuera” de la tradicional división de poderes. Desde ese sano distanciamiento encontraron la posición y las garantías necesarias para dirigirse al ámbito gubernamental con el imperio brindado por su neutralidad política, a los sujetos regulados con el lenguaje técnico y profesional de sus resoluciones, y a la sociedad con la autoridad que les concede su contribución al afianzamiento de los derechos y libertades democráticas.
Cada autonomía ha tenido su propia evolución, pero todas ellas son igual de relevantes. Desde la que enuncia una cualidad esencial de las universidades, acaso la más añeja, la que confiere derechos a los pueblos indígenas, hasta la que actualmente caracteriza a instituciones del Estado como el Banco de México, INE, CNDH, INEGI, IFETEL, COFECE, CONEVAL, INAI, y la inminente FGR.
La decisión que en su momento se tomó para acotar el poder presidencial ha dado resultados positivos en el descongestionamiento de sus potestades, y ha logrado erigir contrapesos y controles que con el tiempo han moderado su preponderancia y sus excesos.
De ahí que las palabras del presidente electo al momento de recibir la constancia que lo acredita, cobren una significativa relevancia, porque al afirmar que el Ejecutivo “no será más el poder de los poderes, ni buscará someter a los otros”, confirma su respeto hacia la división de poderes y las instituciones autónomas, bajo el compromiso de “no entrometerse de manera alguna” en las resoluciones que únicamente les competen a ellas.
Al señalar que no tendrá “palomas mensajeras ni halcones amenazantes”, el Presidente López Obrador está obligándose a no interferir indebidamente en decisiones que deben estar al margen de presiones e intereses políticos, lo que lo compromete a refrendar su postura en los perfiles que cíclicamente proponga para integrar a estas instituciones durante su sexenio.
El pronunciamiento debe llevar a todas las autonomías a ser consecuentes y ejercer a cabalidad, sin fisuras ni complacencias, la autonomía que se les ha asignado. Y hacerlo con responsabilidad, sobre todo si advertimos que a través de ella tienen un amplio margen, en ocasiones discrecional, para definir sus criterios de actuación y sus procedimientos, el perfil y la selección de su personal, el manejo y aplicación de sus recursos y la creación de estructuras burocráticas acordes a sus necesidades.
Si bien estas decisiones deben mantenerse a salvo de toda sujeción política exterior, necesitan compatibilizarse con los cambios que seguramente traerá una austeridad republicana que busca nivelar aquellas desigualdades auspiciadas estructuralmente, en cuya dimensión salarial, por ejemplo, exhibe abrumadoras diferencias entre los titulares y los demás funcionarios y empleados públicos. En este contexto, se requiere una mayor sensibilidad para reducir las extensas burocracias que acompañan a estas instituciones, modular sus gastos, desaparecer privilegios, así como un mayor compromiso por rendir cuentas y hacerse responsables frente a los órganos representativos y la ciudadanía.
Después de ese inicial discurso presidencial, parece que no hay que preocuparnos por el futuro de nuestras autonomías. Están salvaguardadas desde lo constitucional y desde la autocontención política. Pero ello no quiere decir que se encuentren libres de embates actuales o futuros, provenientes no solo de las autoridades sino de la gran gama de poderes fácticos que interactúan con ellas.
Cuando estas acechanzas y embates políticos comprometan lo alcanzado con el valor de las autonomías, existirá siempre el recurso a su defensa, como recientemente subrayó el Rector Graue de la UNAM. Sus palabras nos recuerdan que no solo se trata de tener autonomía, sino de respetarla, ejercerla con responsabilidad y cuando se encuentre en riesgo, defenderla por todos los medios posibles.