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Tolstoi, Chejov , Pushkin, Akhmatova, Dostoievski , Stravinski, Turgenev, Kandinsky, Prokofiev, Eisenstein, Pushkin, Gorki, Chagall, Fabergé, Malevich, Diaghilev, Nijinsky, Glazunov. Todos –y muchos más que no incluyo aquí- deben haberse estado revolcando en sus tumbas con la sosa ceremonia de inauguración del Mundial . Y ya no digamos lo que deben de haber pensado todos los artistas, poetas, músicos o danzantes que hoy representan la vitalidad cultural de la Rusia contemporánea. Más que la inauguración a cargo de un país con una de las tradiciones históricas, culturales y artísticas más ricas y profundas del mundo, atestiguamos una ceremonia apenas digna de un Supertazón de la NFL.
Si bien la tradición de las ceremonias de apertura de Mundiales es que éstas son más espartanas que, por ejemplo, las de unos juegos Olímpicos, considero que Moscú perdió una oportunidad para recordarle al mundo que más allá de la controversia y el debate que hoy suscitan muchas de las acciones rusas en la escena internacional, el país es una de las verdaderas superpotencias culturales globales. Tanto la FIFA (seguramente) como el propio comité organizador del Mundial fueron inteligentes y cuidadosos en mandar señales de que están cultural y socialmente enchufados y sensibles, cerciorándose de que entre los niños que acompañaron a las selecciones rusa y saudí en los himnos había una niña musulmana y otra pequeña con capacidades distintas en una silla de ruedas. Pero para una nación y sociedades tan orgullosas como la rusa , tan sensibles en subrayar que la desazón que vivió su nación en la década posterior al fin de la Guerra Fría es cosa del pasado, y para un gobierno tan obcecado con demostrar la musculatura diplomática y el poderío ruso del siglo XXI, fue ciertamente una oportunidad de diplomacia pública perdida.