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Deambulan como péndulos ilimitados: de la casa al trabajo, del trabajo al parque. Los humanos de Eduardo Williams quizá no merezcan la palabra “personaje”. Son excusas, sombras que se pasean en el pacífico desorden de una inundación o de una ciudad en ruinas, para expresar con serenidad el desastre de nuestro siglo. Uno podría confundirlos con los desorientados jóvenes de Eliza Hittman en Beach Rats (2017) pero, de nuevo, estaríamos encontrándoles un volumen que no tienen. Hittman retrata en su película unos vitelloni contemporáneos, igual de brutos que los de Fellini, igual de machos y de inútiles. Williams crea seres en apariencia similares pero hay algo artificioso en ellos, algo falso. Sus vidas son ordinarias —incluso cuando no lo son—; sus historias, inciertas, pero en su vocabulario recurren los gigabytes, los teléfonos celulares, el ancho de banda, los genomas. Si no hablan de tecnología o de información, están usándolas. ¿Enajenados? Yo diría que enredados en la ilusión de un siglo ilustre: el nuestro.
Por todo esto detecto una ironía en el título del primer largometraje de Williams, El auge del humano (2016). En la película no vemos un apogeo ni progreso sino la quietud de una humanidad entregada a lo cotidiano. No sólo está ausente el triunfo de la especie en grandes acciones: el drama de la gente común también es invisible porque Williams prefiere observar en la pasividad el fracaso de nuestras aspiraciones. Si algún día creímos que el internet democratizaría el conocimiento, en El auge humano —y en el mundo que la inspira— los jóvenes lo usan para venderse. Pero Williams no filma desde el escándalo. Casi con indiferencia su cámara observa a unos muchachos haciendo un show de sexo en línea para obtener dinero. La vacilación con la que se ofrecen sexo oral entre sí y se masturban sugiere que no son homosexuales, pero a juzgar por la casa donde transmiten tampoco están necesitados. Ni el placer ni la desesperación, su motor es el dinero rápido. Quizá sea una de las imágenes más contundentes de la modernidad, cuando lo privado se ha hecho un bien de consumo.
Uno podría pensar, a partir de estas descripciones, que la ironía de Williams se dirige al mundo desarrollado, pero de repente un par de magníficas transiciones nos transportan de Argentina a Mozambique y luego a Filipinas. En los tres países la atención se centra en los jóvenes y sus vagabundeos en distintos espacios, de la ciudad a la naturaleza, mientras intentan comunicarse en diálogos fragmentados. Más que conversaciones, sus interacciones verbales son como llamados a los que responden otros llamados, completamente sordos a los originales. En una escena los jóvenes argentinos se adentran en una pequeña cueva y uno de ellos le cuenta al resto que en el futuro el silencio será parecido al rumor de un área de comida rápida. Otro responde diciendo que le gustaría escuchar un grito prehistórico. El tema del sonido se sostiene, pero parece que se enciman las ideas sobre un tema común, no que se expande el planteamiento original. Esto sugiere una soledad ineludible. La mayor parte del tiempo los personajes están acompañados pero sin comunicarse realmente. En cierta forma es una imagen crítica de nuestra cultura cibernética: estamos siempre conectados pero solos.
La visión de Williams, expresada sobre todo en la ausencia de dramatismo y en el misterioso ritmo narrativo, quizá sería suficiente para estimular al espectador, pero su cámara y los formatos de imagen completan un vocabulario fílmico impresionante. La mayor parte del tiempo Williams usa planos generales que nos muestran a los personajes en comunidad, incluso cuando caminan solos. El sonido nos ayuda a situarlos en espacios habitados por otros, y la iluminación natural nos da la impresión de estar frente a un filme impermeable a la ficción, pero la excentricidad de las palabras nos contradice tanto como los repentinos viajes transnacionales. En vez de dividir las secuencias con fundidos, Williams encuentra en la pantalla de una computadora y en una colonia de hormigas no sólo un par de imágenes que conectan brillantemente los segmentos sino también dos retos técnicos que terminan por ser expresivos mecanismos narrativos. Al final, qué somos hoy, si no pixeles en video; qué hemos sido siempre, si no bestias diminutas que aspiran sin razón a la fantasía del orden. De manera sutil y espontánea, pero sólo en apariencia, El auge del humano describe la conectividad moderna como una normalidad extraña.
Twitter:@diazdelavega1