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Como en la muy mexicana elección mañanera de chilaquiles, en el amanecer de la 4T las fuerzas políticas tienen que escoger su target. O apuntan al círculo rojo, que incluye fundamentalmente a las cúpulas, o cortejan al círculo verde, que comprende lo que un término políticamente incorrecto llama “masas”. Las causas de uno y otro pocas veces coinciden. Ahora bien, sí se pueden hacer cambios tan impopulares como indispensables para el avance de un país, pero para ello es necesario acopiar antes capital político. Así lograron Benito Juárez y los liberales la separación del Estado y la Iglesia; si la hubieran sometido a plebiscito probablemente habrían perdido.
Me refiero a un viejo dilema que está lejos de resolverse. ¿En cuáles temas se debe recurrir a una votación directa de los representados y en cuáles debe prevalecer el criterio de los representantes? El lugar común de que hay que optar entre una democracia representativa o una participativa encierra una falsa disyuntiva: todos los sistemas democráticos contemporáneos contienen instrumentos de ambas. La cuestión es decidir dónde poner las mojoneras de la soberanía, es decir, cuáles decisiones se ha de reservar para sí el pueblo y cuáles ha de delegar en quienes eligió para representarlo. En pleno apogeo de los sentimientos antisistémicos sería suicida apelar a la defensa de la representación que hizo Fray Servando Teresa de Mier en su “Discurso de las profecías”, cuando reivindicó la relevancia de los electos frente a los electores: “Somos sus árbitros y compromisarios”, dijo, “no sus mandaderos”. Me santiguo al citarlo, pero no puedo refutar la tesis de que hay cosas que deben decidir los representantes.
El hecho es que hay encrucijadas en que se tiene que asumir la responsabilidad histórica de contrarrestar tendencias mayoritarias. ¿No debe un gobernante oponerse a los linchamientos o incluso a la pena de muerte, v.gr., aunque sean muy populares? Lo difícil, claro está, es discernir esos puntos neurálgicos —en torno a los cuales siempre hay visiones opuestas—, fijar postura y conquistar la aquiescencia social. Yo estoy convencido, por ejemplo, de la imperiosa necesidad de algo que sin persuasión de por medio sería desdeñado por la mayoría de los mexicanos: una nueva Constitución con un régimen parlamentario. Pero el consenso académico será inútil si no se le demuestra a la gente qué beneficios le traería esa reforma, y demostrarlo presupone entender sus tribulaciones.
Una de las razones por las que Andrés Manuel López Obrador triunfó el 1 de julio es que hizo propuestas que al círculo rojo le parecieron insulsas o aberrantes pero que tocaron las fibras sensibles del círculo verde. Dejar Los Pinos, vender el avión presidencial, disolver el Estado Mayor o quitar las pensiones a los ex presidentes refrendaron su imagen antisistema y le dieron muchos votos. Lo mismo ocurrió con sus ofertas más sustanciales. El antilopezobradorismo no ha aprendido la lección. Varias de las banderas del nuevo gobierno sublevan a la élite opinadora que aborrece el autoritarismo y el centralismo, pero son aplaudidas por todos los demás. Presionar a la Suprema Corte para que baje sus sueldos y a los estados para que se sometan al poder presidencial es para unos atentar contra la división de poderes y el federalismo, mientras que para otros —los más— es combatir la corrupción. El desprestigio de juzgadores y gobernadores, quienes a los ojos de la sociedad se aferran a privilegios ilegítimos, le dará más apoyo al presidente. Son batallas que AMLO va a ganar, aunque paguen justos por pecadores, y de nada servirá el espantajo del populismo.
He aquí el reto de la oposición en estos tiempos adversos a la democracia liberal: diseñar una estrategia que le permita combatir el presidencialismo a ultranza sin alienar a una base social que lo suscribirá en la medida en que perciba que es la única manera en que AMLO puede derrotar al establishment corrupto. Defender hoy los equilibrios democráticos es un desafío que exige resiliencia y pedagogía. La minoría tiene que nadar contra la corriente, deshacerse de sus impresentables, hacerse de credibilidad, explicar y convencer al círculo verde. Lo demás es tertulia.
Politólogo. @abasave