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Los partidos políticos jamás habían estado tan desprestigiados como ahora, cuando son más necesarios que nunca. Paradojas del siglo XXI: la crisis de la democracia representativa propicia una pseudodemocracia directa, tan engañosa como antidemocrática. El descrédito que la partidocracia y la política misma se han ganado a pulso ha abierto el paso a gobernantes autoritarios que socavan los contrapesos institucionales. El rechazo a los intermediarios no auspicia, en los hechos, la soberanía del pueblo sino la soberanía del representante único, quien tiende a anular al resto de la representación popular y en vez de democratizar el poder lo concentra. En varios países el deterioro de la democracia causado por mandantes disfrazados de mandatarios es evidente, pese a la fortaleza de las instituciones de algunos de ellos.
En el nuestro, los partidos son hoy entes amorfos y etéreos. Todos ellos tienen una alta dosis de nebulosidad, indefinición y volatilidad; unos por senilidad y otros por inmadurez, muchos por carecer de contornos ideológicos definidos, todos por la presencia en mayor o menor medida de la corrupción encarnada en personajes impresentables. El PRI, el PAN y el PRD, que ya atravesaban sendas etapas críticas antes de las elecciones del 1 de julio, quedaron desdibujados por la zarandeada que les dio el electorado. Morena, el gran ganador, es una abigarrada congregación de grupos que no acaba de transitar de esa peculiar mezcla de movimiento y comité de campaña a una organización partidaria institucional. Los partidos “emergentes” —algunos llevan ya muchos años emergiendo— corrieron la suerte de sus aliados más grandes y no han logrado cuajar su propia identidad.
No hay partidos políticos en México, para efectos prácticos. Hay un vacío de representación que colma Andrés Manuel López Obrador. Los partidos que perdieron las elecciones están ensimismados tratando de sobrevivir, y más que reinventarse parecen empeñados en involucionar. El partido dominante no ha desarrollado una institucionalidad interna que trascienda a su fundador. Uso el verbo trascender en una de las connotaciones que le da la Real Academia: “Estar o ir más allá de algo”. Es decir, ser más que una persona (si la inmensa mayoría de los gobernadores y presidentes municipales y de los diputados y senadores de Morena le deben su triunfo electoral a Andrés Manuel, el plural trueca singular y la multiplicidad de representantes se subsumen en un gran representante) y de permanecer en el tiempo (es difícil imaginar ahora el futuro del morenismo sin López Obrador). A esa trascendencia, a mi juicio, debe dirigirse Morena.
Pocas cosas serían más benéficas para la endeble democracia mexicana que el surgimiento de partidos sólidos y fuertes. De hecho, en las circunstancias actuales de orfandad opositora, nada le haría tanto bien a México —y al mismo AMLO— como la consolidación de Morena como un partido político con vida interna propia, poliárquica, capaz de actuar ante su liderazgo con una disciplina de ojos abiertos. Y es que, en buena tesis, el partido en el poder también ha de ser acotamiento del poder, no de manera sistemática como la oposición formal pero sí a guisa de contención ante los excesos autoperjudiciales. Si Morena actuara ya en función de la correlación de fuerzas de sus cuadros y militantes, por ejemplo, la propuesta de poner la Guardia Nacional bajo el mando de la Secretaría de la Defensa no pasaría. Y eso beneficiaría a todos los mexicanos, empezando por el próximo presidente.
Lo he escrito una y otra vez: por su naturaleza, el poder no es comedido, es expansivo, y tiende a ejercerse hasta el límite de lo contraproducente. No hay democracia sin demócratas, sin duda, pero tampoco hay demócratas sin condiciones políticas y jurídicas que impidan la transformación de un adalid en un caudillo, lo cual no se da en el vacío ni depende de una voluntad sino de muchas aquiescencias. Y si los opositores a un líder son minoría, no hay de otra: solo sus seguidores pueden ayudarlo a resistir la tentación del autoritarismo.
Politólogo. @abasave