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En el corazón de Hirokazu Kore-eda —o al menos en el de su obra— se plantea una pregunta esencial mientras el conservadurismo asegure tener la respuesta a ella. La pregunta es: ¿Qué constituye a una familia? En las calles los reaccionarios niegan todo lo que no sea papá, mamá e hijos, pero en contraste Kore-eda nos presenta historias de adopciones accidentales y de familias que se forman como esculturas de chatarra. Un clan así protagoniza Un asunto de familia (Manbiki kazoku, 2018), la más reciente película del director japonés, y en ella nos encontramos con un núcleo de protección e intercambio, resumido por el patriarca cuando explica que todos los miembros deben compartir el trabajo. En ese sentido los Shibata se parecen a la mafia o al Estado, pero si el crimen organizado es un camino más o menos seguro a la muerte, y el Estado sólo garantiza la desigualdad y la opresión, al menos la familia que nos presenta Kore-eda ofrece a sus miembros el regalo imperfecto del amor.
En una de las primeras escenas de la película, Osamu (Lily Franky) y Shota (Jyo Kairi), un padre y un hijo sin lazos sanguíneos, se encuentran a una niña y se la llevan con ellos a casa. Es el inicio de un nuevo proceso de adopción que, como todos en la familia Shibata, ignora los trámites y la frialdad burocrática del gobierno. Si en El tercer asesinato (Sandome no satsujin, 2017) Kore-eda cuestionó las capacidades de los jueces para hacer justicia, aquí los Shibata —anarquistas hasta cierto punto— desafían la norma gubernamental e inventan su propia definición de familia. De hecho, el único encuentro que tienen ellos con las instituciones resulta de una vida de ignorarlas. Cuando sucede Kore-eda filma con clara simpatía por los Shibata: los funcionarios casi no aparecen a cuadro mientras buscan imponer sus nociones claras y absurdas para los protagonistas, que ven el registro civil como una extravagancia y a la autoridad como un fantasma: se puede creer en ella si se quiere pero nunca se le ve, salvo cuando la eluden en los supermercados donde roban comida.
Quizás esta descripción parezca la de una película panfletaria, pero Kore-eda no es Spike Lee y aunque sí busca crear un discurso crítico del Estado, su concentración está en darle un inmenso volumen a la humanidad que esconden las cifras en los periódicos. A lo largo de Un asunto de familia la vida de los Shibata transcurre entre chismes sobre la paternidad de otros niños, el arduo trabajo en fábricas y peep-shows y los profesionales robos de comida en supermercados. En este mundo una pierna quebrada resulta milagrosa porque concede dinero sin trabajar, aunque no tanto como una pierna rota. Las transas y los robos no son indispensables pero facilitan la existencia, mientras que la generosidad se tiende como una forma de salvación. Kore-eda evita sugerir la historia como tremenda o intolerable al contemplarla desde una intimidad tierna, adornada ocasionalmente por la banda sonora de Haruomi Hosono. Por supuesto, Un asunto de familia no celebra la pobreza sino la alegría con la que Shota y Osamu juegan en una expresiva toma, indiferentes a las sombras que los rodean. ¿Qué más les queda?
A pesar de la complejidad y la belleza de la película sí difiero de algunas decisiones de Kore-eda. En un intento por mostrar cómo la miseria limita la intimidad, el director filma una escena en la que Osamu y Nobuyo (Sakura Andô) al fin tienen la soledad suficiente para hacer el amor. Sus cuerpos resplandecen por el sudor del verano pero también debido a la iluminación romántica y repentinamente artificiosa de Ryûto Kondô. Además, la trama se ramifica de tal modo que a veces es difícil comprender el vínculo de Hatsue (Kirin Kiki) y Aki (Mayu Matsuoka) y se comienza a abordar una cantidad de temas que no es posible desglosar satisfactoriamente en sólo dos horas. Quizás una serie o una película más larga le habrían dado a Kore-eda la holgura suficiente para explorar a la familia Shibata y sus opresiones, que, más allá de provocar la falta de lujos, convierten lo que para otros es cotidiano en privilegio. Su generosidad ni los redime ni vence al Estado pero les da, al menos —y también a sus espectadores—, unos hermosos ratos de alegría.